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Por Yuriria Rodríguez Castro
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“La época asiste al crecimiento de movimientos marcados más por el espíritu victimario que por el culto de la invención de uno mismo”

(Gilles Lipovetsky, La consagración de la autenticidad)

Cuánta falta hacía dar un gran golpe, tanta falta en medio del denuesto y la ignominia internacional donde México es señalado como un territorio que alberga al crimen y la ilegalidad. Tanta falta hacía un gran golpe que se quedó apenas en un golpecito, no sin drama, no sin imágenes dadas a conocer con cierta intención, no sin efectismo y sin violencia desmesurada. Así fue como se dio a conocer la llamada “Operación Enjambre”, título que recuerda la frase del expresidente López Obrador cuando advirtió respecto a la guerra contra el narcotráfico del también exmandatario Felipe Calderón, que más valía no pegarle al avispero. 

Sin embargo, al gobierno de su sucesora Claudia Sheinbaum, se le ocurrió nombrar así a esta pretendida operación del Estado contra el Estado, misma que se quedó en un operativo más de muchos que no golpean el epicentro de las organizaciones criminales, lo único que logró este despliegue de fuerza fue obtener la imagen aparentemente suicida del jefe de policía de Texcaltitlán, Isidro Cortés Jiménez. Y digo “aparente” porque la imagen sensacionalista que “se filtró” a los medios no deja claro que se haya disparado, sólo que tenía un arma y cuando intentaron quitársela, se escucha una detonación que provoca el movimiento de la cámara, seguido del ingreso de los elementos de seguridad, mientras el oficial a cargo advierte: “Se disparó solito”. 

Lo más lamentable de esto es que la imagen se ha convertido en algo viral y en una grave metáfora de muchas falencias para la seguridad en nuestro país. 

Nadie cuestiona que una “filtración” llevara a lucrar con el suicidio de un elemento policial. Les cuento que cuando me enteré había sido el periodista Carlos Jiménez quien dio a conocer estas imágenes, no me sorprendió, lo conocí a mi breve paso por el diario La Razón y desde entonces, era uno de esos periodistas que tenía muchos “contactos” con el gobierno encabezado por el presidente Enrique Peña Nieto, mismos que acrecentó con la llegada de AMLO al poder, basta recordar que en el año 2023 el presidente reconoció que Jiménez contaba con protección estatal por amenazas de muerte. Lo anterior nos lleva a recordar que el sexenio de Andrés Manuel se caracterizó porque muchos periodistas solicitaron protección gubernamental y muy pocos la obtuvieron, una de esas excepciones fue el referido periodista de nota roja, Carlos Jiménez.

En México casi siempre la violencia criminal pasa inadvertida hasta que se difunde por Internet, algo que le ha dado nuevo impulso al género de periodismo sensacionalista y explícito, donde los micro operativos en un poblado remoto del Estado de México parecen un relato morboso para el entretenimiento y no una información relevante de cómo la crisis nacional de inseguridad se puede ejemplificar en un territorio donde desde hace unos tres años ya hubo un enfrentamiento entre civiles y crimen organizado con saldo rojo, además de linchamientos y total ausencia ya no del Estado de Derecho, sino del Estado en general. 

Nada se cuenta más que la imagen suicida de un poblado que muy pronto será espectral, fantasmal y abandonado, si a esta información se agrega que el domingo 24 de noviembre volvió a encenderse la alarma en Sinaloa —se expande la ola fantasmal que hace de cada pueblo un Comala desahuciado—, mientras el gobierno de Claudia Sheimbaun acude a una reunión con el G2O donde el tema de seguridad es la mesa de centro para hacer posible cualquier negociación y en vez de ganar el debate, sale vapuleada no sólo por Estados Unidos, sino por Canadá, con señalamientos por permitir el comercio libre con China, en un vano intento por salvar la ya de por sí frágil renegociación del Tratado de Libre Comercio (T-MEC) entre las tres naciones. Por eso hacía falta un gran golpe que no llegó; ahora México está condicionado no por un vecino, sino por dos.

Pero aunque estamos hablando de México, también nos remitimos a un fenómeno global donde la iconografía de la violencia es toda la violencia que podemos reconocer: llegamos a la era donde la violencia tiene que ser vista, donde todo tiene que ser visto si no, no existe. Si la muerte del jefe Isidro no hubiera llegado a las redes sociales, nadie podría recordar una operación minúscula en una de las muchas poblaciones olvidadas, en una de las muchas regiones donde solo habitarán fantasmas que no importan, donde miembros de La Familia Michoacana se enfrentaron en el año 2023 con los pobladores, dejando muertos en una batalla campal; ahí mismo donde los habitantes lincharon a los supuestos delincuentes sin que el gobierno de Delfina Gómez fuera capaz de hacer nada para restablecer —si alguna vez lo hubo— el Estado de Derecho. 

A veces, en este ambiente de tanta violencia criminal es necesario preguntarse si el Derecho puede encontrar al Estado; si esta pareja disfuncional y prácticamente divorciada puede encontrarse de nuevo en un idilio romántico, o si el Estado tiene algo de Derecho en su memoria y añoranzas, pero cuando se mira el video del suicidio del jefe policial con miles de reproducciones sabemos —por mucho que se muestre a los oficiales leyéndole la cartilla protocolaria— que al darse a conocer estas imágenes se violaron todos los derechos y garantías de quien se quitó la vida y también de muchos de nosotros que lo vimos. Sin embargo, para este procedimiento lo más importante fue la imagen del país como si se tratara de una nación muy respetuosa de los protocolos en derechos humanos y en vez de ir a desarmarlo inmediatamente, tan importante era la grabación con la lectura para la cual fueron capacitados los elementos, que no buscaron evitar la funesta muerte de uno de sus compañeros que aún era sujeto de investigación. Este fue el gran golpe de imagen…

La dinámica de la prensa ahora nos permite entender porqué íbamos a llegar al punto en el cual nos encontramos; uno donde la iconografía de la violencia tendría que superar a las imágenes sexuales, tal como lo dice Román Gubern: “Erosionada y banalizada la pornografía genital, por su hiperabundancia o fácil acceso, la pornografía letal está intentando ahora conseguir derecho de ciudadanía legítima en la programación de los medios de comunicación de masas” (La imagen pornográfica, p. 332). Pues se les informa que esta pornografía letal ya se ciudadanizó gracias a Internet y a una prensa que sigue su ritmo, su demanda.

El interés por entender el consumo de la imagen violenta data desde mis estudios de licenciatura en comunicación y continúa hasta mis investigaciones doctorales sobre criminología y terrorismo. Este tema nos ha obsesionado tanto que mi próximo libro Teoría de violencia, es donde se aborda más a fondo esta masificación de la iconografía violenta. El caso Texcaltitlán es sin duda el ejemplo de la viñeta iconográfica con una violencia explícita o denotativa innecesaria pero que es estéticamente satisfactoria para las audiencias, tanto que, si tuviera que contarse completa sería una historia más de linchamiento permanente, pero vista así en una sola y cruda imagen, es el fragmento descontextualizado de un relato continuo de ajusticiamiento en mil reproducciones por minuto. ¿Qué puede haber más gráfico que gabar un suicidio?; ¿puede haber algo más invasivo a la privacidad final que encontrar información donde sólo hay símbolos de violencia letal? Muerte a la ley, decadencia policial, crueldad y burla al derecho último, es el hecho recalcitrante donde triunfa el cómo nos hacemos justicia por propia mano, demostrando que no confiamos nada en la justicia legal. Hemos arribado al derecho de los grupos a ajusticiar al individuo y lo que quede de su individualidad divergente. Para muestras, la reforma judicial.

Walter Benjamin cuestionaba si la reproducción podía ser artística en su libro La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, algo que profundizó después Susan Sontag en Sobre la fotografía y, posteriormente, lo abordarían a su manera los posmodernos Zygmunt Bauman en Vida líquida, así como Lipovetsky en sus libros La felicidad paradójica y el más reciente La consagración de la autenticidad. Respecto a todos estos autores se puede decir que atinaron a nuestros tiempos, pero donde declararon que la reproducción líquida no podría cohabitar con lo auténtico, erraron completamente, pues la imagen violenta del crimen organizado demuestra que tiene una doble aspiración: ser arte líquido y auténtico, pero a la vez reproductible, conformando una instantánea paradójica que fluye en Tik Tok, Instagram, Twitter y otras redes que no dejan escapar estas imágenes hasta que rápidamente llega otra que la supera y la suplanta.

Las nuevas generaciones de audiencias han hecho que lo más irreconciliable y paradójico parezca perfectamente válido: tan absurdo como tener hijos (reproducirse) fuese equivalente a hacer el amor, o como si matar tuviera algo de originalidad cuando la violencia del asesinato es la copia más demostrable en la historia repetida de la humanidad. 

Son las nuevas audiencias y no las organizaciones criminales las que han hecho de los narcotraficantes de Sinaloa y del Cartel Jalisco Nueva Generación los artistas del imperio popular o populista, algo así como los Da Vinci de las redes sociales, no por la calidad y el cuidado armonioso de las leyes estéticas, sino porque la estética ya no se rige por ninguna regla más que la del impacto, uno que es confundido con autenticidad, como si la impactante violencia de la que casi ya nadie se sorprende al superar un rango más se convirtiera en algo genuino y —de manera simultánea— fuese esta percepción de autenticidad algo que convierte esta impostada originalidad en arte masivo. 

Estamos en la época de la libertad de expresión de la violencia masificada e incensurable: “Una nueva corriente liberticida se extiende y se afirma a través de prácticas de intimidación e intolerancia hacia opiniones divergentes, a través de llamadas a la censura y a la autocensura, en oposición frontal con el principio liberal de la afirmación subjetiva” (Lipovetsky, G., La consagración de la autenticidad, p. 12).

Toda esta iconografía violenta va narrando historias que nos creemos rápido y no reflexionamos para nada. Aún tengo discípulos no muy agudos que me preguntan cuántos cárteles dominan en Irapuato, como si cada lugar de México tuviera sus propios e innumerables grupos poderosísimos del crimen organizado, despersonalizando a las asociaciones criminales que sólo son estructuras básicas de familias, clanes, hordas y mafias; incluso como si estuviésemos seguros que toda la delincuencia organizada fuera tan infalible y descontrolada que cualquier grupo tuviera el potencial de ser como la organización de Sinaloa o como la de Jalisco Nueva Generación. Somos nosotros y nuestras afinidades a la violencia quienes creemos y creamos las grandes imágenes de idolatría a la violencia.

Referencias

Bauman, Z., Vida líquida, México, Paidós: 2006-2023.

Benjamin, W., La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, México, Editorial Ítaca: 2003.

Gubern, R., La imagen pornográfica, Barcelona, Anagrama: 2005.

Lipovetsky, G., La consagración de la autenticidad, Barcelona, Anagrama: 2024.

Lipovetsky, G., La felicidad paradójica, Barcelona, Anagrama: 2010.

Sontag, S., Sobre la fotografía, México, Alfaguara: 1973-2006.


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