Por Vivian Hunter
¿Saben qué tienen en común un cantante de trap con abdominales de acero y un adulto mayor que aún presume cuadritos? Exacto: ambos viven en una realidad alterna. Lo conocí en una app, por supuesto, y no cualquiera: lo encontré en OurTime, esa donde los hombres aseguran “haber sanado” y ahora solo buscan “una compañera para la vida” (aunque a veces eso signifique para el próximo fin de semana nada más).
Apenas vi sus fotos —sin camisa, en pleno diciembre neoyorquino, exhibiendo el torso como quien presume un jarrón de cristal—, supe que había match. No porque me gustara el tipo tan marcado, sino porque quería preguntarle si se le enfriaban los pezones.
Nos conocimos en un café de Williamsburg que él consideró “neutral”, como si estuviéramos negociando un tratado de paz. Apareció con unos lentes diminutos que solo se puso para leer el menú. “Los otros los tengo en la baticueva”, bromeó. Ya ahí debí haber huido, pero yo venía recién bañada, perfumada y con media copa de vino encima, así que decidí quedarme.
Él no tiene casa. Bueno, sí, pero no. Es decir, vive en una, pero no es suya. Es “la casa de su jefe”. Una especie de guarida secreta —palabras suyas— con cámaras de seguridad. “Por eso no puedo llevarte, hay mucha vigilancia.” ¿Perry White? ¿O Perry el Ornitorrinco? Me dieron ganas de buscar micrófonos en sus orejas.
Después de la tercera cita yo ya me sentía Luisa Lane: protegida, escuchada, y con una ligera sospecha de que en cualquier momento aparecería con un traje de licra azul y unos chones rojos encima.
Fue en la segunda cena, en un restaurante italiano con luces tenues y manteles blancos que parecían recién planchados por un monje obsesivo, cuando me confesó su faceta de héroe urbano. Entre bocado y bocado de lasaña, se inclinó hacia mí, bajando la voz como si los ravioles pudieran tener oídos.
—“Una vez salvé a un niño que se estaba ahogando en una fuente. Se resbaló mientras jugaba con su balón. Me lancé sin pensarlo.”
Lo dijo con la solemnidad de quien ha cruzado el Amazonas a nado. Yo, mientras tanto, trataba de decidir si era más impresionante la hazaña o su habilidad para no mancharse la camisa blanca.
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