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Por Stephanie Henaro Canales

A Claudia Sheinbaum le bastaron diez llamadas con Donald Trump para entender lo que otros mandatarios latinoamericanos aprendieron a golpes: negociar con el imperio no es hablar, es resistir sin perder la forma. O sin perderlo todo.

Las últimas semanas trajeron lo que algunos llaman avances: una reapertura parcial de exportaciones ganaderas y la reducción del impuesto a las remesas, que bajó del 3.5% al 1%, sólo para envíos en efectivo. Parecen logros diplomáticos. En realidad, son gestos mínimos que apenas contienen una tensión estructural: la relación México–Estados Unidos no encuentra cauces sólidos. Todo suena provisional, como si el acuerdo real nunca llegará… o como si ya no importara.

Mientras en Palacio Nacional se celebran estos gestos, al norte se fragua un episodio de alto voltaje político. Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, podría convertirse en testigo protegido. Su madre, esposa e hijas ya están en Estados Unidos. Él mismo, tras declararse culpable, podría quedar libre en cinco años. A cambio, se espera que “cante”. ¿A quién? A políticos, cómplices, empresarios, operadores financieros. A quienes creyeron que la frontera también protegía secretos.

Y México guarda silencio. No sobre el caso, sino sobre lo que significa. Que el narco redima su culpa allá, y no acá. Que su testimonio sacuda tribunales del norte, pero no las estructuras del sur. Que su historia judicial se escriba en inglés, bajo otra identidad, mientras aquí seguimos preguntándonos si el acuerdo del ganado incluye al gusano barrenador.

La diplomacia mexicana atraviesa un momento confuso. Juan Ramón de la Fuente representa una estrategia de bajo perfil, más silenciosa que visible. No hay embajador nuevo en Washington. No hay señales de un nuevo modelo de interlocución. La relación bilateral opera en automático, como si los actores secundarios —empresarios, gobernadores, cámaras binacionales— asumieran funciones que el Estado ha dejado vacantes.

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