Por Stephanie Henaro Canales
A veces los países no se caen, pero resbalan. Despiertan un día y descubren que el centro del mundo se ha movido unos metros —o unos continentes— más allá. Y que ellos ya no están invitados a la mesa, sino sentados en la sala de espera de la historia, leyendo comunicados ajenos mientras afuera se reparten los platos fuertes.
El peso mexicano vivió una semana bipolar. El miércoles celebramos su mejor nivel desde 2020 —18.39 por dólar— impulsado por el acuerdo entre Estados Unidos y China y un respiro inflacionario en Wall Street. Pero el viernes, tras el ataque de Israel a la planta nuclear de Natanz en Irán, todo cambió: los inversionistas huyeron de los activos de riesgo y el peso se desplomó a 18.98 unidades por dólar, borrando en dos días todo lo ganado.
No fue una decisión de México. Fue la guerra, el petróleo y la sombra de una escalada nuclear lo que volvió a movernos el suelo.
Y eso es justamente lo que revela nuestra fragilidad: celebramos cuando el peso sube, pero no controlamos ni cuándo ni por qué. Nos movemos al ritmo de decisiones ajenas. Trump da declaraciones, Xi firma un pacto, Netanyahu lanza un misil, y nuestra moneda responde. Como hoja al viento. Como país sin brújula.
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