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Por Stephanie Henaro Canales

Cuando Donald Trump sube los aranceles al acero y aluminio mexicano al 50%, no solo está firmando un decreto: está trazando una línea. Y no lo hace con disimulo. Lo hace como quien lanza un reto en público, sabiendo que, del otro lado, habrá quien lo piense dos veces antes de responder.

México, fiel a su doctrina de la no confrontación, opta por la prudencia. Marcelo Ebrard viaja a Washington. La presidenta Sheinbaum expresa su “extrañamiento”. Se abre la vía del diálogo. Pero el silencio con el que se acompaña ese gesto parece más profundo que diplomático. Hay en esa pausa una especie de coreografía ensayada: el arte de no estar.

En otras épocas, el arte de no estar era sabio. Era sobrevivir. Lo aprendimos desde la Colonia, cuando disentir era peligroso y hablar podía costar la vida o el exilio. México, ese país que siempre parece estar entre dos fuegos, hizo del silencio una forma de estrategia. Pero hoy, en un mundo que grita sin pudor, esa táctica comienza a parecer otra cosa: resignación.

Trump no necesita justificar sus decisiones: las impone. Su guerra comercial es, en realidad, una guerra simbólica. Porque arancelar el acero es, al mismo tiempo, marcar la espalda del socio con el hierro candente de la jerarquía. Es decir: yo mando, tú te alineas. Y si no, te cuesta.

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