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Por Stephanie Henaro Canales

Disparar contra una delegación diplomática internacional no es un accidente.
 Es un mensaje. 
Uno que dice: “Aquí no se rinde cuentas. Aquí se hace lo que se quiere”.

Eso fue lo que ocurrió este miércoles en Jenin, en Cisjordania ocupada.
 Mientras representantes de países como España, Francia, Italia y Canadá visitaban la zona para evaluar la crisis humanitaria, el ejército israelí abrió fuego “al aire”.
 Ni heridos, ni daños, dijeron después.
 Como si el acto en sí no fuera ya una advertencia.
 La Autoridad Palestina lo dijo claro: fue intimidación deliberada.

Y mientras tanto, en Gaza, 40 personas más fueron asesinadas por bombardeos israelíes.
 Los camiones de ayuda humanitaria siguen varados.
 Y el mundo, mirando, sin intervenir.

La guerra ya no es noticia: es rutina.
 La deshumanización no es excepción: es método.
 Y lo más preocupante: todo esto empieza a parecer normal.

En otro continente, otra escena. Muy distinta, pero igual de estructural.
 En el Congo, Estados Unidos negocia un acuerdo de paz condicionado al acceso privilegiado de sus empresas a minerales estratégicos: cobalto, litio, tantalio, estaño. 
La guerra es el contexto, pero la geoeconomía es el verdadero campo de batalla.

Trump no llega con tanques: llega con contratos.
 Y lo dice sin pudor. A cambio de inversiones en infraestructura y promesas de estabilidad, Washington busca inclinar la balanza africana hacia su órbita, después de dos décadas de dominio chino.
 Un “plan de beneficio mutuo”, según su consuegro y emisario, Massad Boulos. 
La paz como puerta de entrada. El cobalto como moneda.

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