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Por Stephanie Henaro

Estuve en Antalya, Turquía, donde se discutió —o mejor dicho, se evidenció— que el nuevo orden mundial ya no está en construcción: se está imponiendo.

Ahí no se reunieron solamente diplomáticos: se reunieron las placas tectónicas del poder. África exigió respeto, Brasil pidió autonomía, y Turquía se ofreció como mediador entre un Occidente fragmentado y un Oriente que ha dejado de esperar.

Y mientras eso ocurría, ¿dónde estaba México? 

La respuesta es tan incómoda como clara: ausente.

No porque no haya habido representación formal, sino porque no hubo presencia estratégica. El mundo se está reconfigurando con tarifas, tratados alternos y flujos paralelos de poder. Y México, atrapado entre la lógica de la sumisión comercial y el espejismo del T-MEC, no ha encontrado cómo hablar con voz propia en esta nueva gramática del mundo.

Porque lo que vimos en Antalya es que ya no se trata de hacer discursos: se trata de marcar territorio.

Turquía habla con la OTAN, con Rusia, con Irán y con América Latina. Brasil articula una narrativa de autonomía y multipolaridad. África ha dejado de pedir permiso para reclamar espacio. Y México… negocia agua con Estados Unidos como si el Tratado de 1944 fuera un dogma sagrado, mientras en Chihuahua no hay ni para beber.

En este contexto, Trump —ya de regreso en la Casa Blanca— amenaza con aranceles a México, impone condiciones unilaterales y reaviva el discurso del muro, ahora disfrazado de tarifas. Y, paradójicamente, el gobierno mexicano responde con silencio o con una diplomacia de emergencia que llega tarde y mal. 

¿Qué nos dice esto?

Que no basta con “estar” en el mundo. Hay que saber leerse dentro de él. Y México, desde hace tiempo, dejó de leerse con claridad.

Mientras otros países emergentes construyen sus propias narrativas, México sigue operando como una extensión subordinada del tablero estadounidense, sin músculo diplomático en Asia Central, sin vínculos estratégicos en África, y sin una posición clara frente al nuevo eje Rusia-China-Irán que reconfigura rutas, monedas y alianzas.

Hoy, el poder se sirve sin espuma: con datos, con sanciones, con acuerdos energéticos, con decisiones sobre puertos, minerales y corredores marítimos.

México, con todo su potencial geoeconómico, sigue operando bajo una lógica de dependencia: de sus exportaciones, de su vecindad, de su historia. Pero esa historia ya no alcanza. Y el vecindario ha cambiado.

En el nuevo orden mundial, las potencias no sólo se sientan a la mesa: diseñan las reglas. Las potencias intermedias se posicionan como árbitros, constructores o disidentes con agenda. Y los demás, los que no definen su rol, acaban siendo definidos por otros.

Antalya fue un espejo. Un espejo incómodo.

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