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Por Sophia Huett

La primera vez que Julián vio una máscara de lucha libre, tenía siete años. Se la regaló su abuelo durante una feria del pueblo. Aquella máscara azul y plateada se volvió su tesoro más preciado. Se la ponía frente al espejo e imitaba los movimientos de sus ídolos, convencido de que algún día su vida estaría en el cuadrilátero, no en la calle.

20 años después, su nombre apareció en los medios no como luchador, sino como presunto responsable de uno de los crímenes más atroces del país: el incendio de un casino con más de 400 personas dentro, del que más de 50 nunca salieron. Era parte de una red criminal y, tras varias detenciones sin consecuencias, había escalado hasta sentirse intocable. Pero el fuego que ayudó a encender terminó alcanzándolo. Cuando finalmente fue capturado, rompió en llanto frente a los policías que lo detuvieron, suplicando ayuda. No por él, sino por su familia: “Mi cagada la iban a limpiar con mi mujer y mis hijos”, dijo entre sollozos, consciente de que su caída también arrastraba a los suyos.

El crimen no ofrece treguas. Y mucho menos retiros dignos.

Víctor fue policía. Portaba uniforme, hablaba de justicia… y al mismo tiempo filtraba información a organizaciones delictivas. Por su culpa murieron agentes honestos, se frustraron operativos y se fortaleció la impunidad. Por un tiempo vivió rodeado de lujos, autos costosos y comodidades para su familia. Pero al ser detenido, todo se derrumbó. Su esposa lo abandonó y sus hijos, adolescentes, se refugiaron en el alcohol.

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