Por Sofía Guadarrama Collado
En un mundo donde las alianzas duran lo mismo que una promesa electoral, la relación entre Israel e Irán se ha vuelto una de las óperas geopolíticas más representadas, y peligrosamente improvisadas, del siglo XXI. Pocas rivalidades contemporáneas resumen mejor los delirios del poder, la instrumentalización religiosa y el ajedrez geopolítico global que la de Israel e Irán, dos países cuya enemistad actual parece eterna y absoluta. Lo que comenzó como una colaboración entre Estados laicos funcionales, terminó, tras la Revolución Islámica y fin del reino de Persia en 1979, en un conflicto revestido de teología, retórica apocalíptica y cálculos estratégicos que harían sonrojar a Maquiavelo.
Y aunque usted no lo crea, sí, hubo un tiempo en que Irán (entonces gobernada por la Dinastía Pahlavi) y el Estado de Israel no sólo se toleraban: hacían negocios con petróleo, armas, espionaje compartido, estoy segura que hasta se llegaron a dar un par de palmadas en la espalda de forma diplomática. Durante el reinado del Sha Mohammad Reza Pahlavi, Irán fue el raro espécimen musulmán, en un vecindario inestable, que no temía saludar al “enemigo sionista” con un apretón de manos. La ideología se subordinaba al pragmatismo, y nadie pensaba aún en recurrir al Génesis 15 para delinear fronteras. Esto no es un relato de ficción: Irán e Israel eran aliados confiables de Occidente, eso sí, siempre que esta alianza viniera acompañada de tecnología militar y asesoría económica. Thank you, very much, mister president.
Como diría nuestro líder supremo en México: «Fuera máscaras». La alianza no era una carta de amor, sino un tratado de conveniencias: petróleo a cambio de tecnología militar, inteligencia compartida, gestos discretos de colaboración mutua. Lo ideológico se subordinaba a lo geopolítico. En aquellos años, Teherán no veía a Jerusalén como “régimen ilegítimo”, sino como un socio incómodo pero útil.
Todo cambió con la Revolución Islámica. Se rompieron relaciones, se canceló el mutuo disimulo, y nació un nuevo lenguaje: «entidad sionista», «cáncer regional», «enemigo de Dios». El Ayatolá Jomeini no sólo derrocó una monarquía prooccidental, también instauró una teocracia, y un dogma que convirtió a Israel, en el villano indispensable y a Estados Unidos, en símbolo del «mal necesario», un par de enemigos imprescindibles para dotar al nuevo régimen de un motor discursivo de largo alcance: todo lo que oliera a Tel Aviv era anatema, y todo lo que incomodara a Israel valía la pena.
Desde entonces, Irán no sólo dejó de reconocer a Israel, sino que lo colocó en el centro de su discurso ideológico, estratégico y religioso y apoyó a Hezbolá, Hamás y Yihad Islámica que hicieron de la resistencia su identidad, mientras Israel respondía con aviones, algoritmos y un sentido de urgencia que no distingue entre el mapa y el destino. En paralelo, ambos países movieron piezas en el tablero de Medio Oriente: Siria, Irak, Líbano, Yemen...
Pero si algo ha tensado la cuerda es el programa nuclear iraní, ajá, sí, el comodín que nadie quiere ver jugado, pero todos barajan. «Yo sí puedo tener bombas atómicas porque soy bueno, tú eres malo». Traducido al lenguaje políticamente correcto de alto voltaje, para Israel y Estados Unidos, un Irán con armas nucleares no es sólo un riesgo regional, sino un punto de no retorno, una amenaza existencial. De ahí en adelante una peligrosa coreografía: bombardeos, drones que atraviesan fronteras, hackeos, operaciones encubiertas, sabotajes y una atroz guerra que ya comenzó con Donald Trump, que sale cual gatito corriendo del G7 para jugar con una bola de estambre. «TACO», le dicen en su país.
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