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Por Sofía Guadarrama Collado

Una vez más, como siempre, Andrés Manuel López Obrador nos dio la vuelta a toda la ciudadanía e hizo gala de su maestría en el arte de la distracción. Como buen titiritero que es, supo distraernos con globos que iba soltando cada día y que corríamos a cazar. Mientras brincábamos emocionados, como niños que intentan atrapar globos elevándose al cielo, él confeccionaba en la penumbra, con la paciencia de un sastre monárquico, la nueva toga del futuro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Una toga invisible, pues —aunque parezca analogía— literal: será invisible en todos los sentidos. El virtual ganador de la tómbola de la lealtad ya anunció que no usará toga. Con justa razón: en los hechos, no ejercerá el cargo de ministro. Y sí, al fin y al cabo, solo será un florero más de esta mal decorada Cuarta Transformación, en la que nada se mueve sin el permiso de su creador.

Pero no hubo engaño, solo la confirmación de que el guion estaba escrito desde el principio y que, como en los dramas políticos bien ensayados, el desenlace no sorprendía a nadie, salvo a quienes insistían en creer en la espontaneidad de la elección judicial. Quienes hemos seguido los pasos del expresidente (que sigue gobernando desde lo oscurito), sabemos que nada de lo que promete es verdad y todo lo que niega es rotundamente cierto. Por ende, teníamos claro hacia dónde iba la farsa de la elección judicial. Lo que no nos esperábamos era que el elegido sería Hugo Aguilar Ortiz, un mixteco, según sus propias declaraciones, «influenciado por la sabiduría, visión y filosofía indígena de su comunidad».

Desde que Ignacio Ovalle Fernández nombró a Andrés Manuel López Obrador como director general del Instituto Nacional Indigenista en Tabasco, durante el sexenio de José López Portillo, AMLO comprendió lo que años más tarde confesó en una de sus conferencias de propaganda matutina: «con los pobres, uno sabe que va a la segura, porque ya sabe que cuando se necesite defender, en este caso la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos; no así con sectores de clase media, ni con los de arriba, ni con los medios, ni con la intelectualidad. Entonces no es un asunto personal, es un asunto de estrategia política».

Él comprendió que los pobres no solo eran leales, sino también manipulables. Un manipulador del calibre de López Obrador comprende perfectamente que, para utilizar a los más necesitados, hay que mimetizarse entre ellos, hacerles creer que él también es pueblo. Y como pueblo, conoce su sufrimiento, sus necesidades y sus rencores, aunque no se los diga. Pues, de igual manera, supo engendrar en ellos y alimentar el resentimiento de los pueblos oprimidos. No importaba si los jueces en turno eran honestos, buenos o competentes: no eran del pueblo. No los había elegido el pueblo. Tan solo por ser blancos, por ser del PAN o del PRI, habían perdido el derecho de ser pueblo, aunque hubiesen nacido en el mismo país.

Fue así que, mientras la mayoría veíamos a Lenia, a Yazmín y a Loreta como las futuras probables presidentas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en Palenque (aunque a veces creo que sigue viviendo en Palacio Nacional) se confeccionaba la toga invisible, a la medida de Hugo Aguilar Ortiz, nacido en 1973 en Villa de Guadalupe Victoria, una comunidad de aproximadamente 700 habitantes en el municipio de San Miguel el Grande, distrito de Tlaxiaco, en la región mixteca de Oaxaca, México.

«¿Qué candidato podría ser más indígena que él?», seguramente se preguntó AMLO en sus perturbados soliloquios, seguido de su espantosa carcajada. «Ja. Ja. Ja. Ja. ¿Quién más podría ser más leal a mí… (corrección: mi movimiento… No… el movimiento), sino otro Benito Juárez?».

El Maquiavelo tabasqueño tenía perfectamente planeado, desde antes de concluir su mandato (el oficial), que un licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca como Hugo Aguilar Ortiz sería el nuevo Juanito, su Pedro Castillo mexicano, que incluso podría llegar a la presidencia. ¿Cómo no lo vimos venir?

Con titulación de posgrado pendiente, el futuro presidente de la Suprema Corte será más pueblo que la mismísima Lenia Batres, ya que desde inicios de su carrera mostró interés por la justicia y los derechos indígenas, aunque en su paso como funcionario de MORENA se le haya olvidado.

Es indudable que, en 1989, cuando Hugo Aguilar Ortiz inició su carrera como auxiliar en la delegación de la Procuraduría de Defensa del Indígena en Tlaxiaco, lo hiciera movido por una convicción real. En aquellos años, la lucha indígena no era un tema de moda ni una herramienta política, sino una causa legítima que exigía compromiso y esfuerzo. Convicciones que, como la historia nos ha enseñado, son susceptibles al desgaste, al pragmatismo y a las inclemencias del poder.

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