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Por Sofía Guadarrama Collado

Cuarta parte

En 1970, el llamado «Milagro mexicano» se desvaneció como un espejismo tras un largo viaje por el desierto cerrando una era de prosperidad que había iniciado con Miguel Alemán en 1946 y alcanzado su apogeo bajo la férrea administración de Adolfo López Mateos y la mano dura de Gustavo Díaz Ordaz. La gran maquinaria del desarrollo —esa colosal estructura que prometía modernidad sin fisuras— comenzó a crujir, a oxidarse en el engranaje de sus propias promesas incumplidas. Y entonces, irrumpió Luis Echeverría Álvarez, inaugurando con ímpetu una nueva era: la del presidencialismo populista, un experimento de control que hallaría continuidad con José López Portillo y que, décadas después, resurgiría con Andrés Manuel López Obrador. La piedra angular de esta fórmula era el asistencialismo, y su prioridad absoluta, la permanencia en escena, el mantenimiento de las ilusiones colectivas.

Echeverría, hábil estratega de los pasillos oscuros del poder, había cultivado su influencia lejos de los reflectores. Nunca fue gobernador, senador o diputado; no necesitó el ardor de la tribuna ni los discursos de plaza pública. Su autoridad emergía desde el subsuelo del aparato priísta, donde las decisiones se tomaban entre murmullos y apretones de manos. Pero cuando fue «destapado» como candidato presidencial, el vértigo de la luz lo enloqueció: lo que había sido una calculada discreción se tornó en una obsesión por la omnipresencia. Lo vimos entonces desplegar su retórica absurda, proferir declaraciones que desafiaban la lógica, desbordando el límite entre la razón y el delirio.

Al asumir la presidencia, Echeverría operó con la seguridad del que no duda en dinamitar cualquier estructura que no le sirva. Distribuyó el poder sin escrúpulos, colocando en altos cargos a una generación de jóvenes sin experiencia política, algunos de ellos exlíderes de la huelga de la UNAM en 1968. La ironía resultaba brutal: aquellos que, hacía apenas unos años, habían enfrentado con furia al sistema, ahora se acomodaban en sus entrañas. 

La población llamó a estos jóvenes los «Funcionarios Gerber». Entre ellos estaban Ignacio Ovalle Fernández, quien tenía 25 años en 1970, cuando Echeverría asumió la presidencia. Egresado de la UNAM. Desde 1966 (a la edad de 21 años) ya trabajaba en la Secretaría de Gobernación. De ahí fue nombrado Secretario de la presidencia en el sexenio de Echeverría. Con José López Portillo fue nombrado director general del Instituto Nacional Indigenista (donde le dio su primer cargo importante a Andrés Manuel López Obrador en Tabasco). Miguel de la Madrid le dio el cargo de embajador de México en Argentina y en Cuba. Carlos Salinas de Gortari lo nombró director general de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO). Y Andrés Manuel López Obrador (en gratitud por el puesto que le había dado en el Instituto Nacional Indigenista), lo nombró titular del nuevo organismo denominado Seguridad Alimentaria Mexicana (SEGALMEX), fusión de DICONSA y LICONSA y lo encubrió durante la mitad de su sexenio por el desfalco de 15 mil 300 millones de pesos. 

Juan José Bremer tenía 26 años. Fue secretario privado de Luis Echeverría de 1973 a 1975, de ahí a la gloria política como diputado y embajador en Alemania, Suecia, Reino Unido y Estados Unidos.

Fausto Zapata Loredo, tenía 27 años cuando ejerció el cargo como diputado a la XLVII Legislatura del Congreso de la Unión. Ya en la presidencia de Echeverría fue Subsecretario de la Presidencia de la República. Con José López Portillo recibió el cargo de Embajador en Italia y Malta. En los siguientes sexenios fue embajador de la República Popular China y Cónsul General de México en Los Ángeles y Nueva York, y gobernador de San Luis Potosí, pero tuvo que renunciar días después de tomar el cargo, acusado de fraude electoral.

Roberto Albores Guillén, estudiante de la UNAM, tenía 24 años cuando Echeverría lo nombró Director General de Distribuidora CONASUPO de 1970 a 1973.

José Murat Casab, estudiante de la UNAM, tenía 21 años cuando empezó a trabajar con Luis Echeverría Álvarez. Fue operador con los grupos de izquierda, diputado federal de 1973 a 1976, y gobernador de Oaxaca en 1977. Sus modos burdos le valieron el mote de El Talibán. Hoy en día se le describe así: Pendenciero, fanfarrón, malhablado, irreverente, grillo, operador nato, un cacique. El emblema del más rancio PRI. No es hombre de medias tintas: estás con él o contra él. Hoy su hijo Alejandro Murat Hinojosa, es el heredero de todo su poder político.

Javier Alejo, uno de los dirigentes del Comité de Huelga de la UNAM y que guió a los estudiantes a la emboscada de Tlatelolco, fue nombrado asesor económico de la Presidencia de México, director del Fondo de Cultura Económica, Secretario del Patrimonio Nacional, embajador en Japón y Corea y muchos cargos más.

Porfirio Muñoz Ledo, que ya no era tan joven, le escribía los discursos para la campaña presidencial. Luego fue nombrado Secretario de Trabajo, Secretario de Educación Pública, presidente del PRI, senador, diputado, y militante del PRD, PARM, PT, y MORENA. Y en 2018 le entregó la banda presidencial a Andrés Manuel López Obrador. Pero como las y los mexicanos tienen memoria a muy corto plazo, al final terminaron idealizando a Porfirio Muñoz Ledo, sólo por haberse opuesto a López Obrador a la mitad del sexenio.

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