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Por Sofía Guadarrama Collado

En 1985 la vida transcurría con la paciente lentitud de un reloj de arena que no se decide a caer. Las semanas se alargaban como caminos sin prisa, mientras el año escolar agonizaba en una cuenta regresiva que parecía nunca terminar.

Entonces, una mujer irrumpió en la guardería. Habló con mi mamá. Las madres de los niños venían y se iban, dejando rastros efímeros de su voz y su perfume en el aire. Era una coreografía cotidiana, un ir y venir sin sobresaltos. Pero aquella tarde, algo alteró la monotonía: mi mamá me llamó, me colocó frente a esa mujer y, con la voz impregnada de una revelación largamente pospuesta, pronunció una frase que abrió una grieta en mi historia: 

—Ella es tu tía.

A los ocho años una no se pregunta de dónde salen las tías. Cualquiera puede recibir el título: un vecino o amigo de la familia. Aquella mujer me tendió un par de juguetes con naturalidad. Nadie, en su sano juicio, habría encontrado en ese gesto la sombra de la malicia. Yo, con la inocencia intacta de los años cortos, los recibí con la despreocupación de quien aún no ha aprendido a desconfiar del mundo.

A esa edad, el bien y el mal no eran más que conceptos ajenos, palabras de los adultos que se deslizaban por los rincones sin aferrarse a mi realidad. No había razones para sospechar, ni advertencias previas que enturbiaran el fulgor de un obsequio inesperado. Pero el tiempo, caprichoso arquitecto de la memoria, se encargó de revelar lo que mi mirada infantil no supo descifrar.

Si hubiera sabido, habría devuelto aquellos juguetes en el mismo instante, quizás hasta con un gesto de desprecio que no me correspondía. Pero la experiencia es un visitante tardío y su llegada siempre deja cicatrices. Quizá esa debió ser la primera lección en mi vida: No confiar en los regalos de extraños.

—Despídete de tu tía —dijo mamá—. Supuse que no debía ser tan extraña si insistían en que era mi tía. Pero ya no confiaba en lo que estaba pasando. ¿Por qué debía llevarme regalos sólo a mí? ¿Por qué no a Genaro y a Vicky? ¿A ellos no los quería? En cualquiera de los casos debería ser Vicky la premiada. Genaro y yo éramos unas bombas de tiempo. Les pregunté a Genaro y a Vicky de dónde había salido la tía y no supieron responder. No la conocían.

Días más tarde, mamá me dio la noticia de que la tía desconocida quería llevarme de vacaciones a Estados Unidos. La idea se desplegó ante mí como un mapa de tesoros aún sin descubrir. Sonaba fantástico.

De inmediato pensé en Disneylandia, porque a los ocho años el mundo entero cabe en un parque de diversiones y sus fronteras están delineadas por castillos de fantasía. Me pregunté qué más habría allá, aparte de ratones de guantes blancos y princesas que siempre despiertan a tiempo. Cuatro compañeros de mi salón ya habían ido. Y según su cartografía clasista: los indios iban al parque de Chapultepec, los nacos a Reino Aventura y ellos, los elegidos por una suerte genética misteriosa, a Disneylandia. Y ahí, en medio de un aula con pupitres raídos, el mundo comenzaba a mostrar su rostro más feroz: la línea invisible que separa a los que viajan a castillos de quienes apenas alcanzan a verlos desde lejos.

Pensé en lo divertido que sería tomarme una foto con Pitu, Genaro, Vicky, Minnie Mouse, Tribilín y el Pato Donald.

—¿Cuándo nos vamos? —le pregunté a mamá.

—Mañana.

En lo que no me fijé, en lo que mi mente infantil dejó escapar entre la brisa de la emoción, fue en ese pequeño detalle que sostenía toda la verdad: dijo llevarte, no que nos llevaría a todos. La ausencia del plural no me alarmó, porque en mi universo los viajes solo existían en colectivo, como los sueños compartidos que nunca se desmoronan.

Nunca habíamos ido de vacaciones. Mamá trabajaba demasiado, se desvivía en jornadas que parecían no tener principio ni fin. La idea de un viaje parecía una promesa largamente postergada. Pero luego, con la precisión cruel de los adultos, mamá lo aclaró. Y entonces el entusiasmo se esfumó como un truco mal ejecutado. No le encontré la diversión. Menos con la tía desconocida y sus dos hijos.

Si hubiera sido un poco mayor, habría tenido la astucia suficiente para detectar la mentira que se escondía entre las palabras suaves y los gestos calculados. Pero a los ocho años el mundo aún se sostiene sobre pilares de confianza, y las verdades se aceptan sin reparos, como si fueran pájaros que llegan solos a la ventana. Era imposible que viajara a Estados Unidos, pues ni siquiera tenía pasaporte. Pero los niños no piensan en documentos ni en trámites burocráticos cuando imaginan aeropuertos y horizontes lejanos. La infancia es una tierra sin fronteras, donde los viajes ocurren por el sólo hecho de desearlos. Y yo, con la ingenuidad de quien aún no sabe que los sueños también pueden tener trampas, me preparaba sin saberlo para cruzar un umbral del que no habría retorno.

Amaneció. Me dirigí a la cocina, donde mamá me había preparado un gran desayuno. Un pastel, leche con chocolate, donas azucaradas, y mi favorito: huevos con jamón. Genaro y Vicky se comportaron como siempre. Sabían que iría a la casa de la tía desconocida, mas no se mostraron envidiosos ni curiosos. Yo seguía sin comprender por qué me habían invitado a mí, si sólo nos habíamos visto una vez. Gina y Neto no estaban en la casa. Lolis, Pitu y mamá tenían unas caras muy serias. Pensé que ellas también querían ir a Disneylandia y por eso estaban tristes.

—Mami, si no quieres, no voy —le dije. Lo dije porque me aterraba ir de viaje con una desconocida.

—Está bien. Ve, diviértete.

El desayuno se deslizó entre nosotros con la densidad de un presagio. No era el silencio cotidiano, el que acompaña las mañanas con la placidez de un hábito. No. Este silencio tenía bordes afilados, pesaba como un secreto mal escondido, con la incomodidad de un invitado inesperado.

A mediodía, Pitu me ayudó a hacer mis maletas, y el acto de guardar ropa adquirió dimensiones absurdas. Entre zapatos, camisetas y juguetes, el equipaje tomó la forma de una despedida prolongada. Parecía que me iba a desaparecer por años, como esos personajes de los cuentos que emprenden un viaje sin promesas de regreso. Fue en ese instante que me detuve. 

—¿Cuánto tiempo me voy a ir de vacaciones?

—Hasta que termine el verano —me dijo mi mamá.

En mi mundo, el verano era una estación infinita, un territorio sin relojes donde los días se desplegaban como páginas de un libro que nadie tenía prisa por cerrar. Era largo, divertido, y sobre todo, un pacto con la libertad que expiraba en el momento exacto en que cruzábamos las puertas de la escuela. Pensé que, seguramente, Disneylandia debía ser tan grande como mis expectativas, un universo entero condensado en un parque de diversiones donde el tiempo obedecía otras leyes.

Un par de horas más tarde Pitu subió las cosas al bocho. Mamá no estaba. Ni Genaro ni Vicky ni Lolis. Debí haber sospechado. O por lo menos preguntarme por qué no estaban. Me subí al carro y me distraje mientras Pitu manejaba. Me dijo que no hiciera travesuras y que estudiara.

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