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Por Sofía Guadarrama Collado

En una de esas jugadas maestras del destino — o más bien de su delirio populista—, la semana pasada se publicó en distintos medios que el gobierno de Donald Trump, en una maroma que sólo la realidad más absurda podría justificar, anunció la celebración de un concurso donde ciertos inmigrantes podrían ganar la ciudadanía norteamericana, lo cual, de inmediato levantó muchas cejas. Como si el destino, en una embriaguez de ironía, hubiera decidido volverse espectáculo, lotería de patrias, ruleta donde la identidad se redujera a una ficha en el gran casino de las fronteras, como si la vida misma pudiera resumirse en un juego de supervivencia, tómbola de pasaportes y permisos de trabajo.

No se trataba de una política migratoria, sino de una tragedia envuelta en el celofán del entretenimiento. Como suele pasar cuando el absurdo se instala en la realidad con la desfachatez de un bufón que ignora que el chiste es él, la indignación se entremezcló con el humor. No tardó la pólvora digital en hacer comparaciones en redes, en las cuales algunos vieron el eco cruel de Los juegos del hambre, otros la mecánica despiadada de El juego del calamar, y los que encontraron semejanzas con las hazañas pecuniarias del youtuber Mister Beast

Y así, entre el asombro y la indignación, entre el escándalo y la mueca, surgió en mí la necesidad de enfrentar el absurdo con la única arma capaz de perforar la realidad: la sátira. Cuando la pluma se enfrenta a la necedad, se convierte en trinchete y el humor en resistencia. Pero, ¡ay!, ¡el humor!, esa arena movediza, no siempre encuentra cobijo; algunos vieron en mis palabras una afrenta, otros un despropósito.

¿Podemos reírnos de todo?

El humor, como la vida, no es inocente. Es daga y bálsamo, cuchillo y consuelo. A través de los siglos, la risa ha sido el refugio del condenado, la revancha del desposeído y la última línea de defensa contra la barbarie. Vivimos tiempos en que la risa ha sido exiliada al filo de la sospecha. Bromear sobre cualquier tema que cruce la línea de lo políticamente correcto es pisar un terreno minado, donde el menor desliz puede convertirse en detonante. Ya no se ríe sin consecuencias, ya no se juega con las palabras sin la sombra del castigo rondando los labios. Hay ojos que vigilan, índices que apuntan, voces que dictaminan lo admisible. Y, sin embargo, en medio del cerco, la carcajada sigue vibrando, insurgente, como una luciérnaga en la noche espesa.

¿Debemos reírnos de todo? 

No sólo podemos: debemos. La risa no es sólo un acto de lucidez, sino también una estrategia de supervivencia. La risa no borra el dolor, lo transforma. La risa no es la negación, sino su forma más aguda de resistencia. Es la mueca del prisionero que se burla del carcelero, el susurro del desposeído que se ríe del opresor, el estallido del pueblo ante la tiranía. El que se burla de sí mismo neutraliza el veneno del mundo, le arrebata la potestad a la tragedia y convierte el miedo en fortaleza. Nada más peligroso que una sociedad que todo se lo toma con solemnidad. Una comunidad incapaz de reírse de sus propios demonios está condenada a convertirse en víctima de sí misma.

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