Por Sofía Guadarrama Collado
Última parte
Con la llegada de Luis Echeverría a la presidencia en 1970, una falsa promesa de apertura democrática insufló nuevos ánimos a los movimientos estudiantiles. Pero lo que parecía un soplo de esperanza se convirtió en una trampa mortal. La crisis en la Universidad Autónoma de Nuevo León fue el preludio de un nuevo episodio de barbarie.
En 1971, profesores de la Universidad de Nuevo León solicitaron la autonomía de dicha universidad. Para ello, como en todos los conflictos universitarios del país, ocuparon a los estudiantes como militantes. El gobierno de Nuevo León se negó, impuso a la universidad una ley orgánica con tres representantes estudiantiles, tres magisteriales y 25 de otros sectores de la sociedad y redujo severamente el presupuesto. Los universitarios iniciaron una huelga y solicitaron el apoyo de las demás universidades del país. Así llegaron las manifestaciones al Distrito Federal.
La mañana del 10 de junio de 1971, el presidente Luis Echeverría citó urgentemente en Los Pinos al regente del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, «para estudiar el desabasto de agua en la capital». También había citado al gobernador del Estado de México, Carlos Hank González y al secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade. Echeverría los hizo esperar un par de horas. Ya en la junta, mientras Rovirosa mostraba los planos y los costos para el proyecto, Luis Echeverría Álvarez Contestó en repetidas ocasiones el teléfono rojo, con «No», «Sí», «Está bien».
La junta duró todo el día. El Secretario de Recursos Hidráulicos, el gobernador del Estado de México y el regente del Distrito Federal comieron en Los Pinos con el presidente Echeverría que los mantuvo incomunicados hasta la noche.
Francisco Labastida narra en su libro La duda sistemática: Autobiografía política que Alfonso Martínez Domínguez le contó años más tarde que durante la campaña presidencial de 1970, Gustavo Díaz Ordaz le pidió que se quedara a dormir en las oficinas del PRI ya que probablemente tendrían cambio de candidato. Martínez Domínguez obedeció al presidente Díaz Ordaz hasta que tres días más tarde le dio la instrucción de volver a su casa pues ya se habían normalizado las cosas. «Y esa factura se la cobra Echeverría y arma para ello el jueves de Corpus. Le dio instrucciones al personal del Estado Mayor para que lo sentaran en una silla, sin poder levantarse de pie en dos ocasiones y un oficial del Ejército le pidió que no se moviera porque Echeverría había ordenado que lo mantuvieran en la silla. Más tarde, el presidente llegó a donde estaba y tomándole la cara le dijo: para que sepas quién manda en México».
Cuando el regente del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, llegó a su oficina, le informaron que ese día, jueves de Corpus, a las 3 de la tarde se concentraron más de 10 mil estudiantes en el Casco de Santo Tomás, algo que ya sabía, pues la marcha había sido programada para ese jueves. Lo que no sabía y tampoco esperaba fue lo siguiente:
La turba de jóvenes marchó armada únicamente con consignas, un ardor inquebrantable por la justicia y la confianza de cambiar el país. Al mismo tiempo se encontraban las fuerzas públicas en los alrededores y una nutrida cantidad de fotógrafos y camarógrafos. En la calle de Salvador Díaz Mirón se les cerraron los granaderos. Pero aquel Jueves de Corpus, la represión nuevamente se desenmascaró con brutalidad despiadada. Lo que comenzó como una manifestación en apoyo a los estudiantes de Monterrey y en abierta oposición al gobierno de Luis Echeverría Álvarez, culminó en una orgía de violencia despiadada. La historia registró aquel día bajo el ominoso nombre de la Matanza del Jueves de Corpus o, más crudamente, El Halconazo.
Más adelante, los esperaban destacamentos de policías antimotines. En San Cosme aparecieron cientos de jóvenes armados de garrotes, pistolas calibre 45 y ametralladoras. Los halcones —un grupo de choque entrenado por la Dirección Federal de Seguridad y con la clandestina mano de la CIA—, cuya sombra se extendía desde las entrañas del Estado se lanzaron contra los manifestantes: golpes, disparos, nubes de gas lacrimógeno, caos. En la Calzada México-Tacuba, epicentro de la tragedia, los gritos de protesta se disolvieron en el estruendo de disparos y el desgarrador eco de cuerpos cayendo como hojas arrastradas por un viento perverso.
La represión fue ejecutada con precisión militar y brutalidad, la cual dejó más de 225 muertos, en su mayoría jóvenes. La policía y el ejército, testigos silenciosos, contemplaron la masacre sin mover un dedo. Heridos, detenidos, desaparecidos y torturados completaron el cuadro de horror.
El regente del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, se dio cuenta de que todo había sido un maquiavélico plan de Echeverría para destituirlo del gobierno capitalino y como tal esa misma noche el presidente le exigió al regente del Distrito Federal que diera la cara ante los medios. Días después le exigió su renuncia.
El motivo de Luis Echeverría Álvarez para deshacerse del regente del Distrito Federal era que en los últimos seis meses la popularidad de Martínez Domínguez había incrementado y ya se le consideraba por muchos dentro y fuera del ámbito político como el futuro presidente de la República, algo que, a Echeverría, quien desconfiaba de casi todos sus colaboradores, le generó profunda desconfianza. Creía ser víctima de un complot, por lo tanto, su gabinete fue un caos a lo largo de todo el sexenio.
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