Por Sofía Guadarrama Collado
Primera parte
Luis Echeverría Álvarez nació en una familia modesta del Distrito Federal, hijo de un empleado de Correos que, sin saberlo, engendraría a uno de los personajes más sanguinarios del siglo XX mexicano. Desde la adolescencia, su carácter se perfiló con trazos de ambición y brutalidad: en la secundaria, no sólo se abrió paso entre libros y lecciones, sino entre puños y amenazas, como parte de una pandilla de golpeadores que, a la postre, marcaría el tejido del poder en México.
En ese grupo, cuyos códigos estaban escritos en cicatrices y pactos de fuerza, compartió andanzas con otros nombres que el país aprendería a reconocer: Arsenio Farell Cubillas, el futuro arquitecto de la impunidad institucionalizada en los oscuros mecanismos de represión del Estado mexicano y acusado de colaborar en la detención y tortura de opositores políticos; José López Portillo, quien terminaría ostentando la banda presidencial entre excesos y derrotas; y Arturo «El Negro» Durazo, el hombre que convertiría la policía en un feudo de corrupción y excesos faraónicos.
Aquellos años de juventud fueron más que un simple pasaje biográfico: fueron el preludio de una era en la que el poder se cimentaría sobre la violencia, la simulación y el oscuro arte de la represión sistemática.
Echeverría no sólo aprendió a imponerse, sino a moverse con la destreza de quien entiende que la política no es otra cosa que la continuación de la calle, con reglas más sofisticadas y castigos menos visibles. Y así, entre los ecos de sus primeras batallas, comenzó a perfilar el rostro de un gobernante que, años después, dejaría una huella imborrable en la memoria de un país acostumbrado a enterrar sus tragedias sin hacer preguntas.
Luis Echeverría Álvarez y su amigo de la infancia, José López Portillo, compartieron aulas y ambiciones en la Facultad de Derecho de la UNAM. Se decía de Echeverría que poseía una astucia funcional, una habilidad práctica que lo colocaba en el lugar correcto en el momento oportuno, pero sin el fulgor de una brillantez natural. Mientras cursaban sus estudios, ambos consiguieron becas para un curso de verano en Chile; sin embargo, el sueño académico se enfrentó a un obstáculo prosaico: ninguno tenía dinero para el boleto de avión. Sin dejarse vencer por los límites de la economía, emprendieron un viaje hasta Manzanillo, Colima, donde se lanzaron a la incertidumbre del puerto, pidiendo a los barcos cargueros que los llevaran. Fue con la audacia de quienes ven en la dificultad una oportunidad que lograron su travesía sin costo alguno.
El retorno, en cambio, se tornó en un laberinto menos generoso. Ningún navío accedió a traerlos de regreso a México, y el destino más cercano al que pudieron arribar fue San Francisco, California. Varados en tierras ajenas y sin recursos para el retorno, buscaron amparo en el consulado mexicano. Allí, en una coincidencia que parecería diseñada por el azar con una precisión inquietante, encontraron al expresidente Adolfo de la Huerta, quien aún despachaba en la sede diplomática. En un gesto que podría leerse como un guiño del destino, el viejo político les facilitó el regreso a su país.
Graduado en 1945, Luis Echeverría no perdió tiempo en insertarse en el engranaje del poder. Su entrada al PRI no fue fortuita ni resultado de méritos espontáneos, sino una herencia de conexiones familiares. Su hermano mayor, Rodolfo Echeverría Álvarez, ya formaba parte del partido, lo que allanó el camino para que el joven abogado encontrara su primer puesto bajo el ala del general Rodolfo Sánchez Taboada, quien, dicen, estuvo presente en la Hacienda de Chinameca durante el asesinato de Emiliano Zapata y que al final le dio el tiro de gracia. Sin embargo, estas acusaciones nunca fueron comprobadas.
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