Por Sara Reynoso
Llegamos a la Tierra llenos de luz, almas inocentes cargadas de ilusiones. Dicen que, desde antes de nacer, trazamos nuestro plan de vida, pero lo olvidamos al nacer y entonces comienzan las pruebas: la evolución del alma.
Desde que nacemos, seremos reprimidos por un sistema que difícilmente lograremos entender. Mamá, más allá de cobijarnos y nutrirnos con amor, nos blindará con una serie de reglas e instrucciones para la vida. Cuando nos liberamos y dejamos ir, en el mejor de los casos seremos reprimidos con un: “No te rías tan alto”, “no hagas eso”, etcétera.
Nuestra alma de niños es lo más preciado que tenemos, pero la vida se encargará de gritarnos en todas las direcciones: crece, crece, crece. Y en nuestros juegos, jugaremos a ser adultos, a trabajar, a estar casados… Lo más absurdo es que, cuando crecemos y tenemos el trabajo, las responsabilidades y la pareja, corremos a terapia para regresar a nuestro niño interior.
Dicen que llegamos como una impoluta esfera blanca, invisible ante la mirada humana, y que con cada burla, humillación, represión o herida, nuestra esfera se irá resquebrajando, y en consecuencia, perdiendo esa inocencia.
La magia, cuando crecemos, es dejar de juzgar a papá y mamá, entender que venimos a la Tierra a evolucionar y que, desafortunadamente, los humanos solamente aprendemos cuando surgen pruebas en la vida.
Queremos volvernos serios y responsables, pero se nos olvida que el dinero sigue al gozo y que el deleite es lo más importante de la vida. Sin deleite, nada será disfrutable: ni montones de dinero ni el mejor trabajo.
Observa tu vida: esos períodos en los que más feliz has sido, son los períodos en los que más fluye el dinero, el éxito, las buenas amistades. Creemos que la espiritualidad se trata de volvernos ermitaños súper serios, y que ya no hay tiempo para la diversión. Cosa más triste no podría existir.
La magia de la vida está en jamás dejar de jugar, siempre cantar y bailar, no tomarse la vida tan en serio, dejar de creer que todo gira en torno a nosotros y que la gente quiere lastimarnos. No es así. Pero nuestro niño interior trae tantas heridas, que verá moros con trinchete —como decían las abuelitas— en cada esquina.
Hay siete heridas significativas del alma: humillación, rechazo, abandono, injusticia, traición, negligencia e invisibilidad. Cuando no somos vistos ni validados por los adultos que nos rodean, cada una de esas heridas hace que nuestra esfera se rompa, un poquito más cada vez, convirtiéndonos en adultos desconfiados, con el corazón cerrado o frágiles.
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