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Por Sandra Romandía
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Cuando murió mi padre, pensé que se había acabado una era. Murió en la cama, en su cama, tomado de la mano de mi mamá y mía, al parecer por un paro cardíaco, después de un proceso exprés de cáncer. Tenía los ojos abiertos, grandes como de sapo, y la boca abierta también, esa boca “de llanta”, que le decían porque tenía unos labios lindos y enormes. 

Me le quedé viendo, largo, y pensé: ahora tiene que empezar otro momento, el momento de conocer a mi padre. Porque, aunque lo quise entrañablemente, no lo conocía. Viví con él hasta mis 22 años que me fui a Ciudad de México, y él continuó su vida, en total 46 años con mi madre. Había sido una figura intermitente: silencioso por las mañanas, con resaca; ruidoso en las noches, después de llegar de fiesta o bares. Convivíamos poco. Mi mamá era la presencia constante, él era un misterio. Siempre serio, ausente, distante. Y cuando tomaba, era entonces —y sólo entonces— cuando se le aflojaban las palabras y salía algo de cariño y bromas sumamente creativas y graciosas, con una agilidad mental que nos divertía a todos.

Pero durante muchos años lo consideré un padre ausente. Dedicaba sus horas a trabajar, lidiar con sus negocios del ramo automotriz. Negocios que, con los años, uno a otro se fueron a la quiebra. Esa inestabilidad nos hizo pasar de la opulencia a la dificultad económica, justo cuando yo más necesitaba el balance: en la adolescencia. 

Él venía de una familia numerosa y próspera, tuvo 17 hermanos, y él fue de los últimos. Eso me ayudó a entender la falta de atención de sus padres hacia él, su necesidad de buscar afuera lo que no encontró dentro, su urgencia de pertenecer en otros espacios que no fueran el doméstico. 

Después de su muerte, me di cuenta de que lo que yo viví como tristeza y reclamo, era en realidad una capa superficial de algo más hondo: el dolor de no haber entendido sus frustraciones. Probablemente él no quería atender los negocios familiares. En realidad, por dentro era artista. Le gustaba dibujar, escribir cuentos y poemas, escuchar música, pintar. Era melómano, amante de los Beatles, del rock de su época. Un tiempo se fue a vivir de hippie  a San Francisco. Pero los mandatos familiares son a veces más fuertes que los sueños. 

Y así se dedicó a lo que no amaba y eso me consta: él no sabía cambiar una llanta ni identificar un carburador, y sin embargo esos negocios en su momento prósperos nos dieron de comer por años. 

A mí, en cambio, me tocó aprender sobre autos desde joven, porque a los 17 años compré mi primer carro con mi trabajo en Burger King. Era un coche viejo, que se quedaba tirado, y entonces yo le reclamaba por qué no me ayudaba a mejorar ese cacharro. Y ahí entendí que no podía. 

Después de su muerte comencé a buscarlo en vida. Me fui a las cantinas antiguas de Hermosillo, Sonora, donde él solía ir. Quise saber con quién reía, qué soñaba, qué lo frustraba. Y aunque encontré pocos de sus amigos —la mayoría ya había muerto, a pesar de que él murió joven, con apenas 67 años— logré ver una parte de él que conocía o intuía pero que se acentuaba con sus amistades: pícara, divertida, sensible. “El que hacía las mejores bromas”, “el de los chistes”, “el que conocía de toda la música”, “el más culto”, “el que sabía de historia universal”. 

Empecé a entenderlo no como el padre ideal que uno imagina —el que arregla autos, da consejos, te levanta cuando uno se cae, recomienda una carrera, provee siempre, está presente— sino como un ser humano. Uno bueno. Uno que no hizo daño a nadie. Uno que probablemente nunca encontró su camino. 

Y por eso hoy, en este Día del Padre, le escribo. Porque aunque sentí que mucho lo hice sola en la vida, ahora entiendo que su legado no fue lo que me dio, sino lo que calló. Y que su humanidad, tan imperfecta y dolida, es parte de la mía. Te amo papá.

✍🏻
@Sandra_Romandia

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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