Por Pamela Cerdeira
La casilla lucía desolada. Un señor de manos temblorosas y arrugadas —que debía llevar ya media hora— terminaba de llenar el rompecabezas que representó la elección judicial. Un hombre más joven, parado en la entrada, daba un discurso a los funcionarios de casilla; hablaba de la destrucción que este proceso significó. Los funcionarios observaban sin discutir. Podían o no estar de acuerdo, pero cualquiera que fuera su postura, no importaba: ellos no votaron la ley que dio pie a la Reforma al Poder Judicial, ellos simplemente dieron su tiempo para darle al proceso lo único que tiene de legítimo: la participación de la gente para revisar credenciales, repartir boletas y luego contarlas.
Cuando terminó el discurso, chocó conmigo, que observaba desde la salida.
—¿Te puedo entrevistar? —pregunté.
Y sin dejarme empezar, dirigió su discurso hacia mí. Volteó la mirada hacia la urna —medio vacía, con boletas de diferentes colores— al centro de la casilla, y me dijo:
—Mira eso. Una urna, una sola urna. A eso se ha reducido nuestra democracia.
Llevamos meses analizando este proceso. Hemos documentado cómo se ahorcó económicamente al Instituto Nacional Electoral para llevarlo a cabo sobre las rodillas; cómo el proceso de selección fue una tomada de pelo que al final le dio a la gente el poder de elegir entre “los suyos y los otros suyos”. Escuchamos la explicación de por qué no se anularon las boletas restantes, y cómo —por cuestiones de tiempo— se decidió que hubiera una sola urna. Ya eran demasiados los 20 minutos que tardaba la gente en llenar sus boletas, como para además ponerlos a dividirlas entre nueve cajas distintas.
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