Por Pamela Cerdeira
Los Backstreet Boys sonaban en el fondo, quedaban unos minutos antes de tener que volver a abrir el micrófono para dar la hora y mandar a corte. Sobre mis piernas, el bebé de una radioescucha que visitaba regularmente la cabina. Yo nunca había cargado a un bebé, o al menos no lo recordaba. Bajé la mirada y fue como si mis manos empezaran a crecer, mi cuerpo se hacía cada vez más grande, mientras el del bebé disminuía. ¡Quiero ser mamá! Lo supe en ese instante y sin espacio para las dudas ni para la espera. Tenía veintidós años.
No tienen que decirte nada sobre la maternidad para que en tu cabeza tengas todo el concepto, partiendo por la mamá que tuviste, seguido de los estereotipos que están en la televisión, las redes sociales, los anuncios, etc… “Amor a primera vista”. “Tu mundo cambia por completo”. “El amor más grande del mundo” . “El amor que lo puede todo”. No es así, y nadie te lo dice.
No solo asumí que mi hija se iba a parecer a mí, daba por hecho que sería “una parte de mí”, como una extensión, un riñón que te quitan para que tenga vida propia pero que sigue filtrando todo lo tuyo, pegada. Ahí estaba, en el quirófano en el que una hora antes me acostaron desnuda, en una plancha tan pequeña en la que solo había dos opciones: caerme o desbordarme por ambos lados tras los veintidós kilos que había subido en el embarazo. Temblaba de frío con las piernas flexionadas y las plantas de los pies tocándose, con la misma dignidad de una rana expuesta. Mi mamá sí me advirtió: vas a sentir como que tu panza es una gelatina enorme en la que están metiendo las manos para sacar algo, y lo sacan, y luego llora. Y ahí estaba, ese primer encuentro, ese microsegundo que cambia tu vida para siempre. El tiempo se detuvo en el instante que el doctor estaba a centímetros de poner a mi hija sobre mi pecho. Sus ojos abiertos como no le he visto en ningún otro recién nacido, enormes, viéndome. No lloraba, no necesitaba, me veía como si me retara, como si llegara con agenda propia, y entonces la vi y pude entrar en sus ojos y allá adentro se construía un mundo diferente, ajeno a mí que era el de su propia historia. No era una extensión mía, era otra persona. Eso fue lo primero que pensé, y ahora que sabía que el riñón no era mío, no tenía claro cuál iba a ser mi lugar.
Se dice que los hijos son los mejores maestros, pero no se confundan, no es porque en su forma sencilla de ver el mundo escondan aquellas grandes verdades que solemos olvidar con el día a día, eso déjenlo para tarjeta de Hallmark. Los hijos te enseñan si estás dispuesta a ver, a preguntarte, a rascar lo incómodo y a admitir que, la mayoría de las veces, no tenemos ni puta idea de lo que estamos haciendo.
El Ajusco estaba nevado, mi pijama de franela roja y las tres cobijas que tenía encima no eran suficientes para mantener el calor, temblaba. Cuando cerraba los ojos la escuchaba llorar. Ella dormía y yo estaba alucinando. Mi mamá fue a verme y no ocultó su molestia de que ninguna de las otras personas que estaban ahí se había dado cuenta de que yo ardía de fiebre. Es normal, es porque le baja la leche, dijo alguien. La fiebre se fue pero no el miedo. El peso de saber que depende de ti, o sólo de ti, que ese ser humano pueda mantenerse con vida me provocaba pesadillas. El sensor de movimiento bajo el colchón por si deja de respirar, que termina sonando como alarma de incendios cada vez que sacas a la bebé de la cuna porque se te olvidó apagarlo, y entonces la que deja de respirar eres tú. El “Babycomp”, un invento de la tecnología de inicios de los dosmiles que aseguraba haber estudiado el patrón de llanto de chorroscientos mil bebés y entonces, tras escuchar 10 segundos de llanto del tuyo, podía decirte qué era lo que tenía. Spoiler: nunca funcionó. El diario de alimentación, las vacunas, los consejos no solicitados, las personas que no quieres que la carguen, las que la cargan, las que te critican: quítale el suéter, ponle el suéter, esteriliza, mejor no, muchos brazos, te está tomando la medida, son unos tiranos… ¿Ya has bajado de peso? Porque Fulanita salió del hospital con los jeans puestos, y obviamente no eran los de maternidad.
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