Por Pamela Cerdeira
Ahí estaba, parada en el pequeño cuarto de la sala de urgencias, viéndola como intentaba darle una explicación al doctor. No era una emergencia, llegamos para una intervención programada: iban a ponerle un pequeño tubo que lograría la imposible tarea de llevar alimento a su cuerpo.
La vi meterse al baño de un restaurante para tomarse un Ensure. Su boca parecía una fuente: entraba un poco de líquido y el resto salía disparado. Era una batalla entre su voluntad por mantenerse alimentada contra el esfuerzo de su cuerpo para no ahogarse. No ganaba nadie; perdía ella.
En su cumpleaños le hice un pastel de trufa de chocolate, una receta que aprendí en un curso de cocina. Era el Santo Grial de los pasteles. Fue la única vez que lo hice; llevaba tiempo y esfuerzo. Ella amaba el chocolate y yo tenía ganas de probarlo, así que se lo di pensando que lo partiríamos en su festejo. A señas me agradeció el pastel y se lo llevó a su casa, entero, para comérselo sola. Primero pensé que se lo llevaba porque le gustaba tanto el chocolate que no lo quería compartir con nadie, luego recordé la escena del Ensure y entendí todo.
—No, postre no, yo no, gracias… bueno, solo te robo una cucharadita. Ahora otra cucharadita, una más y ya. —Solían decirle que podía comerse un elefante a pellizcos. Nunca se negaba un postre y la recuerdo decir: “Quisiera tanto ser anoréxica para así tener que subir mucho de peso y poder comer todo lo que quiera”. Amaba comer tanto como amaba su cintura, que mantenía con cuanto aparato de masaje apareciera.
Ella, que se dedicó a curar, veía con ojos suplicantes al médico. No era miedo lo que sentía; parecía vergüenza. Insistía en decirle, y se lo escribió: “Yo siempre he sido muy sana”. El doctor respondió ladeando la cabeza, con una mezcla de empatía, ternura y obviedad: “Así es, todos estamos sanos, hasta que dejamos de estarlo”. Y sí, ella siempre había sido muy sana, hasta que empezó a arrastrar la “s”, luego un chiflido, después palabras incomprensibles, finalmente el diagnóstico de Esclerosis Lateral Amiotrófica. Y luego la capacidad para tragar. Eso nos tenía ahí.
Antes de que empezara el procedimiento, la seguí hasta el baño. Yo olvido las caras y los nombres de personas a quienes veo a diario, pero recuerdo los detalles más caprichosos: esa tarde ella estaba usando una tanga negra. Los hilos dentales que nos torturaron en los 90 eran la prenda favorita de mi abuela, que acompañaba con unas piernas de campeonato que presumía a la menor provocación. Sé que me creen cuando digo que fue maga, doctora, masón, cantante y aprendiz de payaso, pero pensarán que miento cuando digo que no tenía ni un gramo de celulitis. Sí, me fijé porque mientras mi cuerpo apoyaba, acompañaba, sentía tristeza y empatía, la voz en mi cabeza murmuraba: ¡No manches la tanga negra! Y se le ve bien, a mí nunca se me han visto así. ¿Por qué no heredé lo de la celulitis? Y me fijé también porque ella lo señaló y aprovechó para presumirme sus piernas.
Cuando enfermamos, lo primero que perdemos es el apetito. La falta de alimento acelerará nuestra descomposición y después todo se acaba. Ella no, ni siquiera el último día. Pidió que volvieran a llenar la bolsa con ese líquido espeso color naranja en donde iba todo lo que algún día disfrutó a pellizcos. Mi mamá le lanzó una mirada de desconcierto a la enfermera. Estábamos contando los minutos para su partida y ella se aferraba a la vida comiendo, aunque fuera a través de un tubo. Ya había elegido el vestido con el que quería ser despedida, pero quería alimento. Una mujer que se comió el mundo en todos los sentidos imaginables nunca perdió el apetito por vivir incluso cuando eso ya no era vida.
Quizá encuentre la receta del pastel, quizá intente hacerlo y lo pruebe, y entonces recuerde porqué yo sí tengo celulitis.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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