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Por Nurit Martínez

Cada vez que el albañil daba un martillazo, era inevitable no sentirlo en el alma. Un martillazo no duele nada, salvo que detrás de esa pared se encuentre la mujer que le dio vida a uno. Esa adulta mayor que, al fracturarse la cadera, fue a parar a ese hospital, no de Dinamarca, sino de la Ciudad de México.

En ese cuarto del Hospital Regional Adolfo López Mateos del ISSSTE, el dolor es profundo por lo que se vive. Impotencia por tener que recibir el servicio médico de especialidad en medio de cortinas de plástico, polvo que se acumula en todos los espacios y comida que se repite durante cuatro días: trozos de bistec en salsa verde con papas, cada vez más resecos por el recalentamiento constante, que se complementa con pedazos de bolillo duro, gelatina sin sabor y un plátano.

En esos cuatro días, nadie es capaz de pasar una jerga por el suelo, menos aún por los vidrios de las ventanas, mesas y otros utensilios del mobiliario. Pero lo peor es enfrentarse al personal de vigilancia. Pareciera que es requisito ser inhumano para ocupar ese cargo. Si uno pregunta dónde puede encontrar una silla, la respuesta es la indiferencia, silencio absoluto o un grito: ¡búsquela por ahí!

A veces se requiere una silla junto a la cama para que el familiar a cargo intente descansar después de 24 horas de iniciada la pesadilla. La alternativa es sentarse o acostarse en el suelo durante la madrugada, pero eso desatará aún más el enojo del personal de apoyo en el hospital.

Son horas de viacrucis que a nadie se le desea. Mientras los médicos, enfermeras y jóvenes aprendices recorren todas las mañanas los pasillos para dar con precisión el diagnóstico de todas las mujeres adultas internadas en esa ala del hospital, entre sonrisas y algún apapacho a las pacientes, el personal de limpieza se vuelve más amable. Simulan hacer sus labores.

Pero más tarde todo cambia. La pregunta es inevitable: ¿si no les gusta trabajar en ese ambiente, por qué lo hacen? Nadie ha dicho que limpiar patos y cómodos es agradable, pero la higiene para evitar infecciones hospitalarias recae en este personal.

Cada amanecer es una esperanza, más aún para los familiares que esperan ansiosos el diagnóstico preciso, indicaciones de qué sigue en el internamiento de su paciente. Ahí, suena a sacarse la lotería que informen hora y día de una cirugía, que tengan la prótesis adecuada, el instrumental, espacio en quirófano, cirujano, anestesiólogos y estudios de laboratorio a tiempo para que se dé luz verde al siguiente paso.

Uno central, para llegar al quirófano, es contar con una radiografía precisa para identificar el impacto de la caída. En ese hospital, en medio de remodelaciones, es similar a vivir en una zona de guerra: más plásticos negros o blancos que perdieron su color por tanto polvo.

La mezcla está apilada en las esquinas, plafones rotos, retazos de la vieja herrería, vidrios y cartones. Así permanece un par de meses después, cuando la paciente regresa a la sala de rayos X. La camilla baila al ingresar a uno de los elevadores que parecieran estar sostenidos apenas de hilos.

¡Al fin! El día de la cirugía llega, y la angustia es mayor porque no se sabe si la paciente, a su edad, está en condiciones de enfrentarse a ello debido a la hipertensión.

El primer médico anuncia que la cirugía será a las cinco. Más tarde, otro joven especialista anuncia que será al mediodía, y la jefa de enfermeras notifica que será a las 14 horas. Solo incrementan la angustia en los familiares y en la paciente, en un ayuno impresionante.

A las cinco y media de la tarde, por fin se acaba la espera, se llevan a la paciente y la operación inicia casi a las 19 horas. Tres horas y media después, tras miles de rezos y nombres de santos invocados, se escucha el nombre de la paciente en la bocina de la sala de espera.

Otro momento de angustia: la respiración se detiene, el palpitar se acelera. Ninguno de los familiares se atreve a acercarse al médico. La emoción contenida termina en llanto. ¡Todo salió bien!

Ojalá el director de ese hospital, médicos, enfermeras, camilleros, vigilantes, personal administrativo y hasta la señora que revisa los pases de familiares al ingresar supieran de las emociones de los familiares.

Superado eso, viene otro reto más. Indicarle al familiar responsable que su papel es similar al de un técnico de enfermería. Nadie está capacitado, nadie le enseña a uno. Si no tienes la previsión de observar, aunque sea en la rudeza de los que ahí trabajan, qué movimientos, acciones y procesos siguen, la familia requiere contratar a alguien para la atención en esas horas.

Por eso no es extraño que, de manera discreta, hombres y mujeres se acerquen a los familiares para ofrecer un servicio de enfermería o de cuidados.

Si uno no observa cómo hace regularmente su trabajo un camillero de estatura superior a la del promedio de mexicanos, más tarde será una tortura para el paciente en su domicilio. Claro, a menos que contrate a una persona con esos conocimientos.

Si cambiar pañales en un recién nacido pudiera ser considerado un arte para una primeriza, es aún mayor en un adulto. Cambiar sábanas o bañar al paciente, si no se tienen las habilidades de un mago para retirar el mantel sin derribar la vajilla, es un suplicio para quien lo hace, y más para quien se encuentra postrado.

Lamentablemente, en México, al incrementar la población mayor de edad, se han duplicado las necesidades de especialistas en fractura de cadera, lo mismo que las prótesis y el personal que debe atender el proceso posoperatorio.

La estadística nacional de la Secretaría de Salud reportó en 2022 que en la Ciudad de México la incidencia de fracturas de cadera asciende a una por cada 58 mujeres y uno en cada 77 hombres. Pero se estima que en 25 años los casos serán siete veces mayores, al incrementar la población en ese rango. ¿Estamos preparados para eso? ¿Se puede prevenir?

En la espera de la cirugía ocurre de todo en uno de los mejores hospitales del país, del cual las autoridades se sienten orgullosas porque dicen ser referente para la atención de los trabajadores al servicio del Estado.

Cuando uno se encuentra ahí, se pregunta si eso es real. Parece más un mal sueño en un hospital ubicado al sur de la Ciudad de México. ¿Qué no habrá de ocurrir en una comunidad de las más rezagadas del país?

Cuando en reiteradas ocasiones se escucha que tenemos un servicio de salud como Dinamarca, me pregunto: ¿por qué las y los daneses no se quejan de ese servicio? Será que se les hizo normal llegar a un hospital en camilla, un mes después de una cirugía de cadera, que literalmente la carguen con el riesgo de mover una prótesis. Y después de tomar la radiografía para su cita médica, simplemente no aparezcan las imágenes porque no se tomaron, no se revelaron o el técnico se confundió y archivó las imágenes bajo el nombre de otro paciente. La duda aún persiste.

Dentro de este viacrucis, casi diez meses después, la familia de la paciente aún recuerda las palabras del médico ante la pregunta: “Doctor, ¿por qué le sigue doliendo la muñeca de la mano izquierda a mi mamá?”

—A ver, présteme sus radiografías… —contesta de inmediato, con mucha duda.

La mujer le proporciona las imágenes. Él las observa, toca la muñeca de la paciente, sonríe. Toma lugar detrás del escritorio y concluye: “La naturaleza hizo lo que tenía que hacer, también se fracturó la base de la muñeca, pero ya soldó. ¿Le duele? Si le duele, tome un paracetamol.”

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