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Por  Nelly Segura

Cuando supe que Polimarch se presentaría en el concierto de fin de año en la Ciudad de México, no pude evitar que mi mente se llenara del primer beat de Danger, esa joya ochentera que marca el pulso de un subgénero olvidado y, sin embargo, esencial: el high energy. Ese ritmo que, en su más pura esencia, deshace cualquier barrera entre el cuerpo y el deseo de moverse. Es como si te absorbiera y transportara a un lugar donde la única regla es ser feliz. Pero, claro, esa felicidad es, por alguna razón, una amenaza para ciertos sectores de nuestra sociedad. Y ahí me quedé pensando: ¿por qué tanto odio hacia la alegría de otros?

La historia de Apolinar Silva no es solo la de un hombre que encontró su destino entre sintetizadores y cajas de ritmos. Es también la historia de un acto de valentía en un país que aún se resiste a aceptar lo popular como legítimo. Un hombre —que, en compañía de su familia— creció en la costa de Oaxaca, donde la tradición y la música han sido siempre pilares fundamentales, pero que, al mismo tiempo, decidió dejarse seducir por el brillo del sonido electrónico. Hoy, su proyecto es una mezcla de nostalgia y vanguardia, un viaje sonoro que no solo celebra el pasado, sino que también marca el paso hacia el futuro.

Lo que me alegra no es solo su éxito, sino la autenticidad con la que lo ha logrado. No vino de la mano de un sello multinacional ni de un grupo elitista que le dictara cómo, cuándo y por qué hacerlo. Polimarch ha apostado por su propio camino, arriesgando, invirtiendo, creando algo genuinamente suyo. Este es el tipo de éxito que todos deberíamos celebrar: legítimo, impulsado por la pasión y el trabajo duro. Pero, por supuesto, el éxito de Polimarch no ha sido recibido con los brazos abiertos por todos.

Para algunos, su música es una “aberración”. ¿Y qué palabra usan para referirse a esa molestia? “Naco”. La etiqueta más sencilla para reducirlo todo a una cuestión de clase, de color de piel, de lugar de origen. En un país que sigue intentando purgarse de sus propios fantasmas raciales, lo popular, lo exuberante y lo festivo parecen ser un crimen. Es como si la alegría, sobre todo cuando es colectiva y no responde a un gusto “cool”, estuviera fuera de lugar. El high energy, con su carga emocional y sus sintetizadores afilados, es lo opuesto a la música de “gente bien”. Es como si la música, al igual que las personas, debiera cumplir con estrictos estándares de pureza. Polimarch, con su mezcla, simplemente no encaja. O lo haría, si la presentación, en lugar de haber sido gratuita y masiva, hubiera sido en un festival gringo; entonces sería disruptivo, y se llenaría Instagram con blanquitud aclamándolos.

Y luego está el fenómeno paralelo, el que vinculó a Polimarch con el clásico “la hija de”. Es fascinante cómo, en nuestro país, el odio nunca se dirige directamente a los poderosos, sino a aquellos que, por alguna razón, están asociados con ellos. Y, en este caso, el blanco del linchamiento mediático ha sido Paulina Silva, mano derecha de Claudia Sheinbaum. Como todos sabemos, las decisiones de los padres no son herencia de los hijos. Pero, claro, es más fácil construir un chivo expiatorio que enfrentar las estructuras de poder reales. En medio de todo eso, el machismo se hace más presente que nunca: nada más satisfactorio que ver a una mujer castigada por ser hija de su padre, como si su existencia fuera la causa de todos los males.

Polimarch, sin embargo, sigue adelante. Su música no es solo un éxito en las listas; es una forma de resistencia, una pequeña subversión contra un país que sigue considerando la felicidad de las mayorías como una amenaza. Es un grito en medio de la monotonía, una declaración de que los sintetizadores y cualquier otra vibra “naca” no solo tienen cabida, sino que son lo que nos hace humanos. Si eso les molesta, que les arda. En este país, parece que el mayor crimen no es soñar, ni crear, ni siquiera desafiar. El mayor crimen es disfrutar. Y Polimarch, con su música vibrante y su autenticidad irreductible, lo hace a la perfección.

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