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Por Nelly Segura ​

Aventar basura y heces a una misa no es solo un acto de desprecio; es una muestra flagrante de desdén hacia las tradiciones y las comunidades que las mantienen vivas. Lo ocurrido en el residencial Park d’Luxe en Cuajimalpa, donde vecinos arrojaron desechos durante la celebración de una misa en honor a la Virgen de Guadalupe en la calle Leopoldo Romano, es indignante y retrata con crudeza el choque entre la modernidad desarraigada y las costumbres locales. ¿Cómo es posible que personas que deciden llegar a habitar una comunidad no sean capaces de respetar sus raíces? Este acto es el epítome de la falta de empatía que trae consigo la gentrificación.

El fenómeno de la gentrificación no solo expulsa a los habitantes originarios de sus territorios; también arrasa con la identidad cultural de los barrios. En Cuajimalpa, el Park d’Luxe simboliza esta problemática. Los nuevos residentes no solo imponen su estilo de vida, sino que buscan aniquilar tradiciones que llevan años en el tejido social de la comunidad. Celebraciones como las mañanitas a la Virgen de Guadalupe no son simples actos religiosos; son momentos de unión y resistencia cultural.

Por otro lado, en Benito Juárez, la tensión estalló en un escenario completamente distinto, pero con la misma raíz de intolerancia. La cultura sonidera, reconocida recientemente como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Ciudad de México, fue violentada en un operativo de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC) durante la preparación de un baile en Tacuba. Lo que debía ser un espacio de celebración terminó en un enfrentamiento con un saldo de seis detenidos y dos policías lesionados. La narrativa oficial apunta al "uso excesivo de la fuerza" por parte de los sonideros, pero la verdadera pregunta es: ¿por qué estas expresiones culturales siguen siendo reprimidas bajo el pretexto del orden?

La cultura sonidera es mucho más que música y luces; es identidad, resistencia y memoria colectiva. Negar su lugar en los espacios públicos equivale a negarle a la Ciudad de México una parte fundamental de su esencia. Mientras los vecinos de Tacuba luchaban por instalar su sonido y mantener viva una tradición, las autoridades respondían con helicópteros y violencia. ¿Dónde queda el reconocimiento cuando el patrimonio cultural se enfrenta al garrote de la autoridad?

Estos dos casos son un espejo de lo que estamos perdiendo como sociedad: el respeto por nuestras raíces y la capacidad de coexistir en la diversidad. La modernidad y el desarrollo urbano no deberían ser excusas para borrar lo que nos define. Las tradiciones no necesitan permiso para existir; necesitan respeto y espacio para florecer. El desdén y la violencia hacia ellas no solo hieren a las comunidades, sino que también nos privan de un futuro compartido, rico en identidad y significado.

No se trata solo de los guadalupanos en Cuajimalpa o los sonideros en Tacuba; se trata de todos nosotros. De cómo queremos vivir y qué queremos conservar. La Ciudad de México es un mosaico de historias y tradiciones, y cada vez que permitimos que una se pierda, nos hacemos más pobres como sociedad. Quizás es momento de preguntarnos: ¿qué legado queremos dejar?

Tengo esperanza de que el próximo 12 de diciembre las mañanitas resuenen en la capilla de Leopoldo Romano y que los sonideros vuelvan a bailar, convocados por los coloridos carteles de engrudo en las calles. Si no es así, habremos perdido todo.

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