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Por Mónica Hernández

En la vida todos tenemos obsesiones y quizá nacemos con ellas. La primigenia es mamar, alimentarnos de la leche que nos permitirá sobrevivir fuera del útero materno. Y vamos recogiendo obsesiones una detrás de otra mientras acumulamos años, experiencias y sobre todo, deseos. Nuestras obsesiones nos ofrecen sostén y fundamento, nos esculpen y también nos escupen porque dentro de ellas vibra nuestra intuición. 

Salvador Dalí se obsesionó de joven con un cuadro de Jean-François Millet, el Angelus, de 1854. A simple vista, se trata de un cuadro que muestra a una pareja de campesinos que miran una cesta en el suelo mientras cae el atardecer. El ambiente es lúgubre y transmite una nostalgia inexplicable. A ello contribuye el título: Angelus es el rezo que trata sobre la Anunciación (en el rito católico, cuando un ángel le comunica a la virgen que será madre, sin haber gozado…), una oración que se reza tres veces al día, una de ellas a la hora del crepúsculo. La obsesión de Dalí llegó a tal grado que confesó haber reinterpretado el cuadro de Millet al menos en 74 ocasiones, siendo tres de ellas muy famosas porque las alude al nombrar sus pinturas (Gala y el Angelus de Millet antes de la llegada de las figuras evanescentes, L’Angelus de Millet e Interpretación paranoica-crítica del Angelus de Millet). ¿Qué le quitaba el sueño a Salvador Dalí? Juraba que en lugar de una cesta ahí había un bebé muerto y que el pintor se había arrepentido de poner un féretro pequeño, cubriéndolo con una cesta de aspecto inocente. Lo que no cambió fue la sensación de pérdida, de tristeza. La obsesión de Millet por el duelo y la obsesión de Dalí al suponerlo.

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