Por Melissa Moreno Cabrera

Cada Día del Padre nos inundan mensajes que celebran la figura del varón “duro”, “capaz”, “protector”, “proveedor”, “fuerte”. Pero nunca reflexionamos sobre el costo emocional que estas expectativas han impuesto en los hombres, en sus familias y en la sociedad misma.
Mi padre no fue a terapia.Y eso no es anécdota: es evidencia de una ruptura generacional.Mi padre —y probablemente el de muchas de las que ahora leen— creció en un tiempo donde mostrar fragilidad no era fácil, llorar era incómodo, y hablar de emociones simplemente no se hacía. A su manera, hizo lo que pudo con lo que tuvo. Creía que aguantar “era lo que tocaba” y que el amor se demostraba cumpliendo, no hablando. No es su culpa.Muchos hombres de su generación crecieron con afecto medido, condicionado o ausente. En entornos donde sentir era un riesgo y el silencio, una forma de protegerse.
Y aunque yo crecí sabiendo que me quería —porque hacía el sándwich no pedido, me ayudaba con las tareas, mantenía el auto al punto, me acompañaba a la parada a primera hora, porque su objetivo era que sus hijos se graduaran, aunque eso implicara trabajar a horas de distancia; porque me llevó a mi primera terapia y esperó hasta que salí; porque me encuentro en sus rasgos—, su forma de amar era más gestual que verbal: pegaba lo que se rompía, arreglaba lo que se descomponía, ajustaba lo que no encajaba; siempre encontraba la manera de cuidar. Se aseguraba de que no me faltara nada. Y aunque el amor estaba, no siempre era fácil de reconocer.
Yo sí fui a terapia. Fui para entender por qué me dolían cosas que “ya habían pasado”, por qué vivía en modo exigencia permanente, por qué no sabía cómo decir lo que todo adentro pedía soltar. Fui porque el cuerpo empezó a hablar a su modo, cuando yo ya no podía.
Muchos hombres cargan con todo sin saber cómo. Y esa carga deja marcas: insomnio, arranques de ira repentinos e inexplicables, una tristeza que se disfraza de cansancio. Padres ausentes aunque estén en casa. Que no saben cómo pedir disculpas, ni cómo nombrar el miedo. Que evitan hablar de sí mismos porque hacerlo los hace sentirse débiles. Porque también a ellos les enseñaron que un hombre que se quiebra, fracasa. Todo lo que callan se vuelve malestar. Y lo que no resuelven, se filtra en sus relaciones: no saben escuchar sin interrumpir, ni acompañar sin alejarse. Les cuesta estar sin controlar, y demostrar cariño sin imponer. No es crueldad: es lo único que aprendieron. Porque eso fue lo que vieron. Porque sus propios padres —y los padres de sus padres— también aprendieron a amar desde la dureza, desde la omisión, desde la sobrevivencia. Lo más duro es que, para muchos, eso todavía parece suficiente. Nunca imaginaron que podía haber otra forma.
Esa incomodidad viene de lejos. De haber crecido con padres que ofrecían desde la distancia. Que daban sin mirar. Que estaban sin estar. Y fue ahí donde se formó un hueco. Y ahí entendí que el silencio no era fortaleza. Era herencia.
Como escribió Mar Benegas: “Encapsulamos a la infancia, la dejamos en un mundo en miniatura, como si lo que vivieran los niños nos fuera ajeno”. Con los hombres hicimos algo parecido: les negamos la posibilidad de sentirse, de quebrarse, de existir emocionalmente sin que eso se interpretara como debilidad.
Ellos tampoco aprendieron a recibir. Muchos padres crecieron entre hombres que no hablaban de lo que sentían y que resolvían con distancia, con órdenes, con silencios. El afecto no se nombraba: se demostraba con sustento, con comprar los útiles, con revisar la tarea. Con cumplir, pues. Lo importante era no fallar, aunque nadie supiera bien qué significaba eso.
No fueron a terapia porque no sabían que se podía. Porque les enseñaron a resistir, no a revisarse. A callar, no a procesar. A avanzar, no a entender. A “resolver”, no a conectar. A aguantar, no a preguntarse. A quedarse, no a vincularse. Vivir incómodos era parte del trato, y aunque quisieran vínculos distintos, no tenían el lenguaje, ni las herramientas, ni el permiso interno para intentarlo.
Y mientras tanto, las cifras: según los CDC, solo el 13.4% de los hombres en Estados Unidos recibió atención de salud mental en 2019, frente al 24.7% de las mujeres. Aun así, ellos mueren por suicidio casi cuatro veces más. La psicoterapeuta y coordinadora del Programa de Salud Mental Infantil en el Providence Saint John’s Child and Family Development Center de California, Mayra Mendez, lo dice claro: “Están bajo mucha presión para no tener enfermedad mental, no sentirse emocionalmente agotados o comprometidos”.
Pero en este país, donde todavía se celebra a papás ausentes con asado y aplausos, hablar de emociones sigue siendo un acto sospechoso.
Y sí: seguimos educando a los niños en el mismo guión. El que premia al que se aguanta, al que no llora, al que no reclama. El que convierte la represión en virtud. Las instituciones lo validan. Los medios lo repiten. Y nosotras —a veces— también lo perpetuamos sin querer.
Nos enseñaron que ser vulnerables era peligroso. Que abrirse era un defecto. Un riesgo. Una amenaza.
No es solo mi historia. Somos muchas las que crecimos intentando descifrar un cariño que no se decía. Las que aprendimos a no pedir, a no esperar, a no necesitar. Pero algo está cambiando.
Cristina Rivera Garza escribió que la literatura “no sustituye la terapia, pero sí inventa formas de contarnos después de la herida”. Y eso hacemos: escribimos, hablamos, tejemos palabras donde antes hubo silencio.
No queremos héroes. Solo vínculos que no duelan. Culpas que no se hereden. Espacios de amor seguro.No podemos cambiar la historia de nuestros padres.Pero sí podemos decidir no repetirla. Mi padre no fue a terapia. Yo sí. Y eso, en este mundo, es una forma de rebelión. De cuidado.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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