Por Melissa Ayala
Nombrar la violencia digital es urgente. Proteger a quienes la viven, también. Pero hacerlo a través de leyes penales imprecisas, que castigan lo que no definen con claridad, no protege a nadie: amenaza a todas y todos.
Esta semana, en Puebla, el Congreso local aprobó una reforma que contempla hasta tres años de cárcel por “insultar, injuriar, ofender o vejar” a través de medios digitales, siempre que exista una “insistencia necesaria” que provoque daño físico o emocional. ¿Cuántos mensajes constituyen “insistencia”? ¿Qué tono convierte una crítica legítima en delito? ¿Quién decide cuándo una opinión deja de ser válida? ¿Esto cómo operará cuando la crítica sea dirigida contra servidores públicos? La ley no lo dice. Y eso es precisamente lo más preocupante.
Y no se trata de un hecho aislado. En Campeche, un periodista y el representante legal de un medio fueron vinculados a proceso por publicar contenido crítico sobre la gobernadora. Se ordenó el embargo de bienes, la prohibición para ejercer el periodismo y el cierre del medio digital. Es decir, se utilizó el aparato penal para castigar el ejercicio de la libertad de expresión.
Puebla y Campeche ilustran un mismo patrón: castigos desproporcionados y un uso del derecho penal no para proteger a las víctimas, sino para proteger al poder de la crítica. Este uso desviado del derecho penal ignora que, tratándose de figuras públicas o asuntos de interés público, la libertad de expresión opera bajo un estándar distinto. La propia Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido la doctrina de la real malicia, derivada del sistema de protección dual. Esto significa que los servidores públicos deben tener un umbral mayor de tolerancia al escrutinio. Solo pueden sancionarse expresiones que difundan información falsa con conocimiento de su falsedad y con la clara intención de causar daño. En otras palabras: la crítica, incluso dura o incómoda, está amparada cuando cumple una función social. No se puede castigar el disenso como si fuera injuria.
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