Por Marilú Acosta
Después de 40 horas despierta, aún sin sueño, algún tipo de instinto me decía que necesitaba dormir. No quería hacerlo porque me dolía pensar en despertar en un mundo en donde no estaba mi mamá. Me acosté con miedo, queriendo estirar los minutos de ese “día” en que mi mamá todavía estaba viva. Me quedé dormida de inmediato. No recuerdo haber soñado; si mi mente divagó, no lo sentí. El despertador sonó como todos los días. Mi conciencia entró en acción y antes de recordar cualquier cosa, sentí un profundo e inmenso amor. Un abrazo cálido, seguro, contenedor y nutritivo me sostenía. Mi mamá me tenía abrazada, queriendo asegurarse que no sentiría su ausencia nunca. Me sentí feliz, sonreí y se me quitaron todos los miedos. Sin tregua, el dolor quiso hacerse presente, le tocó atravesar el amor de mi mamá para alcanzar mi corazón y llegó cambiado.
Cuidando hasta el más mínimo detalle, el último día de su vida, mi mamá compró comida que nos duró más de 3 semanas, algo que en su momento me resultó extraño y que no entendí por qué lo hizo, sino hasta que tuve que volver a comprar víveres y me di cuenta que antes, no hubiera tenido la fuerza para hacerlo. Empecé a recordar las pequeñas presencias de mi mamá. Cantando, cocinando, descubriendo el tipo de coches sólo por los faros, viajando, en el cine, en el mercado, en la carretera, imaginando las historias de las personas que pasaban por la calle. El primer año fue revivir cada día, época y fecha significativa recordando su presencia. Todas sus enseñanzas, su sabiduría, su manera de amar, su intensidad y su incapacidad de quedarse callada, fueron acomodándose en mi memoria.
Le tenía mucho miedo a su cumpleaños, pero el que me rompió por completo fue el día de muertos. A mi mamá le encantaba poner el altar y yo estaba acostumbrada, desde siempre, a ver ahí a sus papás. No era la primera vez que ponía un altar sin mi mamá, porque hemos vivido en ciudades distintas. Sólo que en esta ocasión, pensar en hacerle espacio en el altar, provocaba que el mundo se paralizara. Después de su muerte, las plantas se doblaron, el pez gato que había rescatado hacía 5 años se murió, la tortuga se la pasaba en un rincón, mi perro la esperaba en la puerta y mi papá no lograba entender su existencia. Su último suspiro había cambiado por completo todo mi alrededor.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...