Por Mariana Conde*
Mi esposo y yo siempre tardamos horas en elegir una película para ver juntos por la simple razón de que nuestros gustos son opuestos: yo, por lo general, disfruto un cine que me ponga a pensar y él en cambio, uno para evadirse un rato de tanto pensar. No hay mucho terreno en común entre drama o cine de arte y el género de madrazos y balazos.
Netflix nos dio una sugerencia con la que, por una vez, podíamos resolver en minutos nuestras diferencias estéticas y la tomamos: Siete días y una vida. La descripción prometía una historia en la que una periodista, al verse enfrentada a una predicción del futuro, necesita reevaluar su vida. A mí me atrajo la parte de periodista poniendo en perspectiva sus decisiones y mi esposo, el que saliera un vidente.
Antes de continuar, un par de advertencias:
La película es completamente irrelevante, no es ninguna joya cinematográfica o controversial, tampoco una pieza de arte incomprendido. Pero, tengo varias cosas que decir respecto a ella.
Hay spoilers (aunque siendo la película tan mala, no creo que eso importe mucho).
No les aburriré con un resumen de esta edulcorada chick-flick, basta decir que cuando la mentada reportera recibe la oferta que siempre deseó para trabajar en televisión nacional en la Gran Manzana, el nuevo galán con el que estaba descubriendo una forma distinta de apreciar la vida, la corta.
¿Poooor?
Él no quería mudarse porque su hijo vivía ahí, en Seattle y la ciudad le gustaba; hasta ahí bien, muchos romances se rompen por la distancia u objetivos encontrados. Lo que es escandaloso es que, al enterarse del gran ascenso de ella, en lugar de felicitarla y decir, ni modo, él se enfurece, la tacha de ambiciosa, egoísta y de no ser “la mujer que él creyó que era”.
Me pregunto esa cuál es ¿la sumisa que deja la oportunidad más grande de su carrera por un cuate con el que lleva tres días saliendo?.
Siento el compromiso de justificar por qué terminé de verla completa: y es porque en mi corazoncito feminista persistía la esperanza de que ella al final se mantuviera firme y se subiera a ese elevador que la llevaría a la suite ejecutiva de su televisora en el centro de Nueva York. Olvidé por un momento que se trataba de una película del 2002 cuando, si bien ya había celulares, no así la suficiente vergüenza respecto al doble estándar y las inequidades del patriarcado.
No es la única, la primera, ni ciertamente la mejor película que se hizo con este tono. Pero me sorprendió, aún para una cinta de hace veinte años (¡Ya estábamos en este milenio!), la lógica del hilo narrativo que reivindica el sacrificio de la mujer “por amor” y se lleva como premio irse a vivir con él y su hijo compartido a una cabaña apropiada para un hombre soltero, con fines de semana viendo los partidos de béisbol del equipo favorito de ellos dos.
La mayor ironía es que la protagonista sea Angelina Jolie, hoy representante de los derechos de niñas y jóvenes y activista a favor de la mujer. En su defensa, ella misma ha declarado que odió ese rol y la película fue un fracaso total en taquilla cuando se estrenó.
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