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Por Mariana Conde

Mañana se celebra el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Más que aludir al verbo celebrar creo que deberíamos decir se protesta, se grita, se reclama, se sobrevive. Me parece importante que haya un día así y al mismo tiempo, me duele que sea necesario tener tal efeméride. 

Pensar en este día me llevó a dos historias a la vez relacionadas y muy distintas entre sí.

Es probable que si naciste después de los ochenta no recuerdes la película Los acusados, basada en la historia real de Cheryl Araujo, que nos marcó a muchas mujeres y hombres de mi generación. Yo, hoy, no puedo dejar de regresar a ella y a lo doloroso que es sentirla aún tan vigente, en especial cuando pienso en el otro caso, uno más cercano a mí. 

En Los acusados, una chica, Sarah Tobias, se ha peleado con su pareja maltratador y va a un bar a encontrarse con su amiga y a olvidar sus penas con unos tragos. No busca soluciones sino un escape temporal de sus problemas y el cobijo de quien la conoce y comprende. 

Aquí en México, 36 años después y también en la vida muy real, Rosa siente ese peculiar tipo de nervios de quien va a una cita. Lo ha visto solo una vez antes, pero siente conocerlo ya bien, fruto de horas de llamadas y mensajes, chistes y memes compartidos; siente que con él puede hablar de todo, ser ella misma. 

No le cuenta a Soco con quien saldrá, no quiere ser juzgada por salir con un hombre mayor. Simplemente le pide indicaciones para llegar al lugar donde quedó de verse con él y le dice a su compañera que ahí la recogerá su papá. ¿Por qué hasta ahí y no donde siempre? Ella contesta algo vago y ahí queda la conversación.

Rosa elige su blusa más bonita, se deja el pelo suelto y camina con prisa a la parada de camión. La verdad es que él le encantó desde esa primera vez que se encontraron. De entrada se sacó de onda pues él lucía varios años mayor que en su foto de perfil, pero su amabilidad y gran sentido del humor pronto borraron esa brecha. 

Sarah Tobias llega al bar donde trabaja su amiga y se toma unas cervezas mientras espera a que ella acabe su turno. Hay varios hombres que la observan y ella se siente coqueta, baila un poco, echa miradas. Uno se acerca y la invita a una copa. Ponen música en la rocola que esté en el salón del fondo, bailan.

“Soy Miguel, amigo del colega del cuñado de Carolina. Vi tu foto y me gustaría conocerte. No soy de mandar mensajes a personas que no conozco, pero le pedí a mi amigo que te avise, espero que lo haga.” Así comienzan a platicar dos meses atrás hasta que Rosa acepta encontrarse en persona. 

Podrán imaginar el resto de ambos casos. La historia repetida de hombres que quieren lo que quieren y no aceptan un no por respuesta. Nada es más importante en ese momento que su deseo, sus necesidades. No piensan en la chica a la que arruinarán la vida, no piensan en que sus tres minutos de placer se convertirán para ella en décadas de trauma, tics nerviosos, intentos de suicidio. No piensan. El violador solo busca satisfacerse, sentir unos segundos de roce, eyacular. 

En el caso de Sarah, son tres hombres quienes toman turnos para violarla y hay otros tantos espectadores animándolos con porras y aplausos. Ella denuncia, se somete a las pruebas médicas, identifica a sus atacantes, encuentra una fiscal empática a su causa. Busca justicia, pero en su contra está su escote, el coqueteó, que estaba ebria, que consumía drogas. Y, sin embargo, con mucha dificultad, algo de suerte y a punto de no conseguirlo, logra que condenen tanto a sus atacantes como a los aplaudidores. 

Para Rosa no hay ley, proceso ni reivindicación. La violan en baldío y en solitario y ese evento definirá un antes y un después en su biografía, no solo por el suceso en sí, sino por lo que viene después: denunciar en una delegación donde, a pesar de ser un Centro de Justicia para las Mujeres, la atienden hombres que en lugar de empatía demuestran una irónica suspicacia; someterse a una revisión ginecológica, indispensable, cierto. Ser convocada al día siguiente para rectificar su declaración solo para regresar dos días después y encontrar que han cambiado hechos y datos fundamentales en su expediente. El encogerse de hombros del agente. Más vueltas, misma falta de humanidad, de resultados: vuelve en quince días, es que está difícil, qué hacías con ese hombre, por qué ibas arreglada, acaso habías tomado… Nuevamente la víctima intentando convencer a todos de que es víctima. 

Esto sucede cada vez que una mujer denuncia un acto violento en su contra. Por esto mismo en Los acusados, el título original en inglés es intencionalmente vago, usando el neutro tanto en género como en número: The Accused. Pueden ser ellos, pero también –como de hecho sucede al señalar su forma de vestir y comportarse– puede ser ella. 

Pasarán meses hasta que cansados, Rosa y sus papás dejarán de ir al MP a preguntar cómo va el caso. Cada visita es una revictimización inútil y pronto comprenden que no hallarán justicia. A pesar de tener el nombre del violador, de informar sobre su foto en las redes; a pesar de marchas feministas, fiscalías para defensa de la mujer, delitos catalogados de género, delegadas, leyes, edictos, oficinas, palabras, palabras, palabras. 

Por increíble que le parezca a Rosa, él existe aún en libertad para borrar sus huellas y su foto de perfil, para ⎯imagina ella⎯ ir a trabajar o lo que sea que hacen los violadores en su vida diaria: desayunar, echar bromas con sus amigos, ir a visitar a su madrina enferma. En libertad para engañar y violar a otras chicas como ella. 

Rosa tendrá que recordar por siempre a la persona que más odia. Borrarlo será casi imposible. 

En México ⎯según estudios del Instituto Belisario Domínguez, citados por el Senado⎯ 243 mujeres son violadas cada día. Solo el 27 % de las violaciones son reportadas y menos del 1 % de los culpables de algún delito sexual son condenados a prisión. 

En el sexenio recién concluido la violencia hacia la mujer ha aumentado significativamente. ¿La que creció más? La violencia sexual. Esta incrementó de acuerdo a datos del INEGI, en más del 8% entre 2016 y 2021. La agenda política de defensa a la mujer, a sus derechos mínimos, está escrita con tinta débil y deleble. Se habla, se discute, hay decretos, nombramientos y se cambia las siglas a las mismas instituciones rancias e ineficientes; una mano de pintura color pastel, una página web y hasta ahí llega la transformación. 

Hay menos que avance, en ciertos casos hay retroceso. Hoy, si Sarah Tobías hubiera quedado embarazada tras su violación múltiple, en ciertos estados de su país sería obligada a tener ese hijo. Esta peligrosa tendencia continúa ganando terreno en los Estados Unidos donde los legisladores parecen ser más eficientes en promover leyes que limiten los derechos reproductivos de la mujer que aquellas para proteger su seguridad física y su dignidad; con un segundo término de Trump y la derecha ultraconservadora esto solo podrá empeorar. Por su parte, en México hemos visto distintos casos recientes en los que niñas menores de edad que han sido violadas han llegado hasta la cárcel por no querer tener ese hijo, e incluso, en un indignante sinsentido, a tener que pagar retribución económica a su violador. 

Aunque le tomará años, Rosa superará el trauma. Porque el no hacerlo es impensable, porque tiene padres que la apoyan incondicionalmente, por una recién encontrada valentía que la lleva a buscar ayuda psicológica y un colectivo de mujeres que han pasado por lo mismo. Porque, contra todo pronóstico, decide que esto no la definirá. 

O al menos eso le deseo, a ella y a tantas y tantas Rosas.

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