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Por María Alatriste

Un día de junio, por primera vez una mujer ganó la presidencia. Ximena, una niña de 14 años, estaba emocionada. Esa mujer que veía en la televisión y en los mítines se convirtió en su heroína. Un ejemplo. Una promesa llena de posibilidades.

Su mamá también estaba contenta. Decía que ese día era histórico. Que era importante que una mujer llegara al poder. Que además seguiría la transformación iniciada por otro líder, uno que dejaría el cargo pero no el corazón del pueblo.

En las siguientes semanas, llevaron a la abuela al hospital público. Llevaban meses esperando la cirugía de cadera que no llegaba. No había prótesis, desde hace tiempo no había insumos. La abuela cada vez más débil, más dependiente. Cobrar su pensión bimestral era una batalla: silla de ruedas rota, fila bajo el sol, caras agotadas. Pero aun así, estaban conformes. El gobierno les daba algo. Un poco de dinero. Un poco de atención. Era algo. Por fin veían un beneficio directo hacia ellas en ese lugar de bienestar.

La mamá de Ximena perdió su trabajo. Sus empleadores fueron extorsionados, empezaron a recibir amenazas. Asustados, se fueron sin muchas explicaciones. Le dieron su liquidación y le desearon suerte (tenían dinero pero eran buenas personas).

Esa tarde, Ximena la vio contando el dinero sobre la mesa, apenas iluminadas por la luz que entraba de la calle. Sintió un nudo en la garganta. Era justo, pero no era suficiente para todo lo que tenían que resolver. ¿Cómo iban a salir adelante? ¿Y la abuela? ¿Y la escuela? ¿Y todo?

Esa noche, le escribió una carta a su heroína. Le contó todo. La mandó al Palacio donde ahora habitaba como nunca el poder femenino. Esperó. Pasaron los meses. Nunca llegó respuesta, ninguna señal.

Tuvo que dejar la escuela. Empezó a trabajar en un restaurante del Estado de México. Ya no tenía tiempo de estudiar, ni de soñar. Pero creía que esa mujer, su heroína, tarde o temprano haría algo por ella. Seguía mirando la foto que su mamá le tomó en un mitin, impresa en una hoja del cibercafé cerca de su casa. Ya estaba manchada y arrugada, pero la guardaba y muchas veces la ponía junto a su corazón. Como un símbolo de fuerza y fe.

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