Por María Alatriste
Luz estaba a punto de tomarse un bote de pastillas que en conjunto, serían letales. Estaba harta de sus problemas que parecían no resolverse, de los traumas que no desaparecían del todo. Cansada de cargar sola con la crianza de tres hijos. Cansada de escuchar sus reclamos: que había sido una mala madre, que no era suficiente.Su hija le decía que su ropa no se veía tan bien. Uno de sus hijos le hablaba con ternura... pero solo cuando quería dinero. El mayor estaba por casarse y no la tomaba en cuenta para nada. La nuera no la soportaba y los disgustos desde que salieron con su domingo siete seguían sin resolverse. Para colmo, el padre ausente (ese que nunca estuvo, que nunca aportó nada) llegaría a la boda con su nueva esposa. Ella lo había convencido de pagar la luna de miel y así, de la noche a la mañana, se convirtió en “el papá cool” y ella en la mejor madrasta.
Acababa de pasar mayo. Tenía mucho dolor porque en el día de la Madre, sus hijos apenas le mandaron un mensaje, un meme, una foto genérica sacada de internet. Le hubiera gustado recibir un regalo, aunque sea un sartén.
Su propia madre, a quien cuidó durante años, acababa de morir. Aunque en el fondo sentía alivio —no más baños en seco, ni cuentos repetidos, ni pañales nocturnos— también se sentía sola. Terriblemente sola.
Luz se refugiaba en largas duchas para calmar su ansiedad. Evitaba los espejos: ya no recordaba lo que era sentirse deseable. Sus piernas llenas de várices la avergonzaban. Siempre las cubría con medias o pantalones, aunque hiciera calor.
Y entonces, también murió su gato.
21 años este felino la acompañó, se llamaba Michito (bien original). El que fue su consuelo en la noche del abandono, su calor en los inviernos de una parálisis facial que superó. Lo lloró más que a muchas personas. Porque a él sí parecía importarle. Y no faltó que sus hijos la juzgaran por eso también: “¿Cómo puedes llorar así por un gato?”. Pero Luz tenía el corazón roto.
Vivía de una jubilación modesta, que se volvía más modesta al repartirla con los hijos. Su breve carrera de escritora había quedado atrapada entre la hipoteca, la enfermedad de su madre, los turnos dobles y los deberes interminables de la maternidad. Había escrito una novela, pequeña, bonita, autopublicada que gustó a unos cuantos. Quiso retomarlo muchas veces, pero cada intento venía acompañado de un nueva profecía autocumplida: un auto descompuesto, una factura impagable, una crisis familiar, una enfermedad.
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