Por María Alatriste
En el rincón más agrietado de la ciudad, donde los árboles crecían con dificultad entre banquetas rotas, vivía Alma con su hija Emilia. Su departamento era pequeño, lleno de libros, dibujos infantiles, macetas de plantas sobrevivientes y un par de juguetes que la niña amaba más que a la televisión.
Desde que se convirtió en madre, Alma sintió que algo dentro de ella cambió de raíz. Su cuerpo se hizo más fuerte, pero también más selectivo. Su tiempo ya no era suyo, pero sus decisiones sí. Se volvió alérgica a lo superficial, a los proyectos que se alimentaban de ego y humo. Ahora elegía sólo lo que tenía sentido profundo. Como esa red de mujeres a la que se había unido hacía unos meses: el Círculo del Agua.
No tenían oficina. Se reunían en casas, en cafés, en aulas prestadas. Lo que las unía no era una ideología cerrada ni una causa única, sino una certeza: el futuro no podía seguir dependiendo de la apatía ni del miedo. Había que hacer algo. Aunque fuera pequeño. Aunque doliera.
Una tarde las convocaron a una reunión peculiar. Un líder político de la oposición quería "escuchar las voces ciudadanas". Les pidieron dejar los celulares en la entrada. Algunas dudaron. Alma también. Pero entraron.
El político hablaba con la cadencia pulida de quien ha sido entrenado para gustar. Sonreía mucho. Interrumpía poco. Pero no preguntaba. No se detenía. Hasta que Marina, la fundadora del Círculo, lo frenó en seco:
—Nosotras también hemos venido a hablar.
Y entonces ocurrió algo extraño: él se quedó en silencio. Y una a una, las mujeres tomaron la palabra. Contaron historias de violencia institucional, de invisibilización, de maternidad sin redes, de ecocidios avalados por permisos legales. Alma no quiso hablar al principio. Pero luego algo pasó dentro de ella.
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