Por Luciana Wainer
Este jueves, Dominique Pelicot fue condenado a veinte años de prisión por violar, drogar y videograbar a su esposa durante las agresiones que sufrió a lo largo de once años. Esta sentencia llega después de cuatro meses de juicio, de decenas de testimonios desgarradores, de pruebas documentales irrefutables que demostraron la cara más brutal de la violencia sexual en contra de las mujeres; aquella que proviene de la persona más cercana, quien lastima en las noches y acompaña al consultorio médico en las mañanas. Pero, además de lo anterior, esta sentencia llegó gracias a otra mujer que, en septiembre de 2020, decidió denunciar a un viejo que grababa debajo de su falda en una tienda de comestibles de Carpentras y un guardia de seguridad que alertó a la mujer, acompañó la denuncia y detuvo a Dominique Pelicot hasta que llegó la policía. La develación de los videos, las agresiones y la sumisión química llegaron después. En otras palabras, el horror del depredador Dominique Pelicot y los otros cincuenta violadores no hubiera podido llegar a los tribunales de no ser por esa denuncia previa, que llevó ante las autoridades lo que muchos hubieran considerado un delito menor.
¿Cuántas veces somos omisos y condescendientes ante esos “delitos menores”?
¿Cuántos policías o agentes de Ministerio Público nos han convencido que no vale la pena denunciar tocamientos en el transporte público, acoso verbal en la calle o acoso sexual en redes sociales? En mi propia biografía, puedo recordar, al menos, tres de ellos, donde la burocracia primó ante la rabia y la injusticia. En uno de esos casos, recibí una llamada varios meses después con la invitación para unirme en una denuncia colectiva, ya que mi agresor —¡Oh, sorpresa!—, había incomodado, acosado o molestado a más mujeres.
Claudia de la Garza y Eréndira Derbez plasman parte de esta problemática en el libro No son micro. Machismos cotidianos (Grijalbo, 2020), donde explican que los comportamientos, tan comunes, que refuerzan la posición de dominio de los hombres sobre las mujeres son, a menudo, catalogados como micromachismos excluyendo, así, la frecuencia y constancia con la que ocurren. Algo similar podríamos decir de los “delitos menores”, que ni son tan menores ni, por eso, menos delictivos.
Es cierto que la violencia machista tiene niveles. No es lo mismo un hombre que mata y viola, a uno que manda insistentes mensajes a través de redes sociales. No es igual que un hombre te grite en la calle, a que te persiga y ataque a la vuelta de la esquina. Y, por supuesto, no todo acto de acoso callejero conlleva una historia de abuso sexual sistemática y sostenida. Lo que también es cierto, sin embargo, es que la violencia tiende a escalar y que un hombre que agrede es probable que vuelva a hacerlo. Es más; es posible que ya lo haya hecho antes. Si a esto le sumamos la revictimización social, la incapacidad de las autoridades para actuar, la falta de capacitación y los altos niveles de impunidad en el país, el combo es demoledor: según cifras del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública, las denuncias por violencia familiar han pasado de 127 mil 424 en 2015 a 284 mil 140 en 2023. Las de violencia sexual, de 31 mil 408 en 2015 a 89 mil 253 casos en 2023. Y la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública estima que solo diez de cada cien casos se denuncian.
La valentía de Gisèle Pelicot nos ha dejado un sinfín de aprendizajes que se han visto inmortalizados en sus frases, sus acciones y su admirable fortaleza para lograr, con una contundencia inédita, que la vergüenza, efectivamente, cambie de bando. Pero también nos deja trabajo por hacer: es momento de hablar sobre cómo afrontamos los “delitos menores”; es imperativo dejar de normalizar la violencia.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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