Por Lourdes Encinas

Hay días en los que las ciudades se detienen.
Las calles se vacían, las ventanas se cierran, la música se apaga.
El duelo de una ciudad es un silencio extendido, abrumador, una respiración entrecortada.
Es la fila de velas frente a un edificio derrumbado, el mural improvisado en una barda cualquiera, el eco de los nombres leídos en voz alta en medio de la calle.
Las ciudades lloran con sus habitantes.
Lloran con huecos en los muros, con monumentos caídos, con casquillos de balas en las banquetas, con pasos pausados sobre fosas clandestinas.
Lloran cuando la tierra tiembla, cuando un huracán arrasa un puerto, cuando un incendio consume una guardería, cuando las azota la violencia, cuando una pandemia vacía las calles y llena los hospitales.
Cuando una tragedia impacta a una comunidad, no sólo mueren personas, muere también una versión de la ciudad, una forma de habitarla, una manera de entender el espacio común.
Las ciudades en duelo cambian.
Lugares cotidianos se vuelven memoriales involuntarios; los habitantes evitan ciertos recorridos, no por razones prácticas, sino porque algunos caminos duelen demasiado.
Pierden su inocencia colectiva.
Aquellas que se creían seguras, tranquilas, incluso aburridas, descubren su mortalidad.
Cambia su pulso cotidiano: sitios antes neutros se cargan de significado; espacios que invitan o repelen, según la historia que cargan.
El duelo urbano es también un acto político.
Las tragedias exponen fracturas sociales, desigualdades, negligencias, impunidad.
Algunos barrios lloran más que otros, algunas vidas se recuerdan más que otras, algunas personas se protegen más que otras.
La geografía del dolor rara vez es equitativa, y eso añade capas de injusticia a la pena colectiva.
Pero las ciudades en duelo también resisten.
En el dolor, descubren su capacidad de resistencia.
El duelo urbano puede ser origen de una comunidad más consciente, más atenta a su entorno, que impulsa iniciativas para que esa tragedia que la unió no se repita.
A veces, lo logran.
Y también olvidan.
La desmemoria urbana es, quizás, la tragedia posterior a la tragedia.
Las ciudades, que necesitan ser funcionales, comienzan a reclamar sus espacios.
Los memoriales se vuelven invisibles ante la indiferencia, las flores se marchitan.
Nace una nueva generación que no conoce su ciudad herida.
Surgen nuevas urgencias, nuevos dolores, nuevas causas.
El duelo urbano se convierte en una batalla constante entre memoria y desmemoria, entre quienes insisten en recordar y quienes necesitan olvidar para seguir viviendo en una ciudad que, a pesar de todo, sigue siendo su hogar.
Pero ese hogar ya no es el mismo: el duelo deja huellas.
Y esas huellas, a veces invisibles, recuerdan que una ciudad no sólo está hecha de concreto y asfalto, sino también de su dolor compartido, de su capacidad para llorar, resistir, sanar y, con suerte, transformarse.
Que la ciudad no olvide.
Que no borre sus cicatrices.
Que siga viva en el abrazo de quienes, aún rotos, siguen de pie.
Que México no olvide.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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