Por Laura Carrera
¿Cómo se forma un presidente/a? ¿En qué momento una persona se considera preparada para gobernar un país?
Pregunto esto no desde la técnica ni desde la experiencia política, sino desde algo mucho más humano: ¿realmente quienes llegan al poder han hecho alguna vez una pausa para mirar hacia dentro y preguntarse ¿quién soy? ¿Qué siento? ¿Qué me mueve?
Mi impresión –y es dolorosa– es que no. Nunca. Jamás. La mayoría llega al poder con un conocimiento profundo del juego político, pero con una desconexión absoluta de su mundo emocional.
He trabajado y acompañado a líderes de distintos sectores durante años. Algunos con mucho poder, otros con mucha responsabilidad. Y una constante me conmueve: cuanto más alto llegan, más solos están. No solos físicamente, sino internamente. Cargan años de exigencias, decisiones, traiciones, logros y derrotas, pero nunca se detuvieron a conocerse. No saben ponerle nombre a lo que sienten. No saben de dónde vienen sus reacciones ni por qué ciertas emociones las y los desbordan.
Esto no sería grave si no tuvieran poder de decisión sobre millones de personas. Pero lo tienen. Y es ahí donde radica el problema.
Hace más de 20 años, una reconocida y muy respetada reportera (hoy una gran amiga) me entrevistó en el contexto de mi trabajo político y social. En ese momento, yo encabezaba una Agrupación Política Nacional llamada Mujeres y Punto, además de participar activamente en diversos espacios feministas.
En medio de la entrevista, me preguntó: ¿cuál es tu meta política? Y respondí: ser presidenta de este país. Recuerdo perfectamente su gesto de sorpresa, como si no esperara una respuesta así. No es que no fuera consciente de mis limitaciones, pero para mí era lógica. Si estás formando mujeres con liderazgo político, si estás impulsando su participación, decíamos que todas debíamos aspirar a la representación máxima. Hoy recuerdo ese momento porque me doy cuenta de lo poco que hablamos del trabajo interior que debería acompañar a quienes aspiran a puestos de ese tamaño. No basta con la estrategia, ni la fuerza, ni con la narrativa. Para ocupar un lugar como ese, se necesita una profundidad emocional que muy pocos consideran prioritaria.
La política tradicional –y ni se diga el populismo ya sea de izquierda o de derecha– ha exaltado una figura de líder que todo lo puede. Un líder que resiste, que nunca duda, que ataca antes de que lo ataquen. Un líder de “carácter”.
Pero rara vez se habla del mundo interno de ese líder. De sus emociones no resueltas, de sus heridas, de sus inseguridades profundas. Rara vez se admite que muchos políticos reaccionan desde el miedo, la frustración, la envidia, el resentimiento o desde el enojo y el odio, aunque en el discurso digan otra cosa.
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