Por Laisha Wilkins
Si algo he aprendido en la vida para alcanzar la felicidad —y llamo felicidad a lograr estabilidad y armonía en todas las áreas de tu vida— es a tener relaciones equitativas en todos mis ecosistemas: familiar, de pareja, de trabajo, de amistad y social.
Cuando entiendes que debes pedir y dar sin partir de la necesidad, la vida cambia.
Sí, las relaciones se trabajan, se erigen; todas son un baile… un tango, digamos. A veces te dejas llevar, a veces llevas el ritmo, a veces se baila juntos. Pero, para ello, se debe estudiar al de enfrente y a uno mismo: observarlo, observarte. Se debe aprender a ceder, a tejer, pero también a exigir, vigilar, y saber tus limitaciones y límites. No podemos dar lo que no tenemos. El amor por uno mismo es el principio irrenunciable para merecer el ser amados, ahora y siempre. Al margen de nuestras capacidades, apariencia o condición, somos perfectos; en la medida en que lo entendamos, lo entenderá el de enfrente.
Las sociedades se forjan a partir del control emocional y la claridad del lugar desde donde se pide. Así se crean asociaciones que fortalecen y perduran. Cuando esto se entiende, la vida se convierte en música.
La equidad es igualdad, es ecuanimidad, es imparcialidad, objetividad, rectitud, justicia. Sólo bajo este entendido cualquier relación, en cualquier área, entrará en armonía. Si la contraparte de la sociedad —ya sea en lo laboral, familiar, sentimental o social— no se dirige ni acciona también con estos valores, la alianza o vinculación se desgastará tarde o temprano.
¿Y de qué sirve regar lo que no va a florecer?
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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