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Por Juana Ramírez

Llevo tantos años viviendo fuera de Colombia que debo confesar de entrada que estoy realmente conmovida por la renovada aproximación que esta serie me regaló a la “colombianidad”. Y me refiero a las posturas de la gente, a las formas de hablar —mucho más allá de los acentos—, a la música, a las flores, a las mariposas, a los colores y a esa manera de ver la vida que, aunque sigue siendo muy común a todos los que nacimos en América Latina, sí tiene ese “no sé qué” que huele a guayaba, a humedad, a miel de caña y a maíz blanco asándose al carbón después de ser acariciado y hecho arepa por las manos fuertes de una mujer de pelo negro azabache largo, muy, muy largo.

También creo necesario aclarar que he leído Cien años de soledad cuatro veces en etapas muy distintas de mi vida. Yo tenía 4 años cuando a Gabriel García Márquez le dieron el Premio Nobel de Literatura. Imagínense un país azotado por la violencia del narcotráfico, la pobreza y la maldita corrupción política, recibir una noticia que le recordaba que Colombia era más que cocaína, guerrilleros, narcos, paramilitares, noticieros que contaban muertos por centenas, bombazos, dolor y muerte. También había arte, imaginación, magia y mucho talento. Fue un anuncio de esperanza.

Gabo se convirtió entonces en escritor obligado y su obra en parte de los libros de la escuela. Mi primera vez con esa novela —no con Gabo, porque primero leí El relato de un náufrago— fue a los 8 o 9 años, en la primaria. Supongo que entendí menos de la mitad, me aburrí y la olvidé rápidamente. Luego, en el colegio de monjas, como a los 13 años, la empecé a leer y no pude parar hasta terminarla. Me desvelaba leyendo debajo de las cobijas con una lamparita, porque en Bogotá hace mucho frío en la noche y porque, si mi mamá me sorprendía leyendo, me regañaba y me obligaba a dormir, preocupada porque al otro día había que madrugar. Luego en la universidad, como a los 17, porque adoraba tomar las materias electivas en literatura para descubrir en la narrativa de los personajes cosas que no había podido ver antes. Mi última vez, ya viviendo en México, fue en el año 2008, cuando tuve el privilegio de conocer a Gabo en la casa del embajador de Colombia, invitada a un homenaje en su honor que terminó en tertulia y vallenatos. Esa madrugada llegué directamente a la biblioteca con la voz costeña de García Márquez en mi cabeza, porque quería imaginar esa voz narrando para mí toda la historia.

He leído toda su obra. He visto las pocas producciones cinematográficas que se han hecho sobre sus novelas y, salvo una, las he odiado a todas. Temía ver a la Úrsula Iguarán y al José Arcadio Buendía imaginados por alguien más que pudiera perturbar a mis propios personajes. Temía que cambiaran mi construcción de la casa de los Buendía o de las calles de Macondo. Yo era parte de las hordas de pseudo puristas literarios que dudaban y hasta condenaban la idea de convertir en imágenes a “LA” obra literaria… ¡y en Netflix! Sonaba a sacrilegio mayor.

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@JuanaSohin

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