Por Sofía Díaz Pizarro
Esta semana, el 22 de agosto exactamente, se cumplieron 16 años de que mi vida cambió para siempre. Era el cumpleaños de mi papá, y también el día en que lo perdí. Su vida fue un regalo inmenso, pero su muerte… su muerte también lo fue. No es que no haya sentido un dolor profundo, desgarrador, al saber que nunca más abrazaría su cuerpo fuerte ni volvería a tomar su mano. Pero lo que sucedió justo antes de su partida, y el proceso de dejarlo ir, fue un regalo que jamás imaginé recibir.
El poder de la intuición
Estaba cenando con unos amigos en Puerto Vallarta, disfrutando de una noche aparentemente normal. Al día siguiente tenía planeado un viaje a Los Ángeles para comprar muebles, un viaje que había preparado durante semanas. Pero mientras me levantaba para ir al baño, una voz interna, clara y firme, me habló. Me decía que debía regresar a la Ciudad de México, que debía estar con mi papá para celebrar su cumpleaños. Esa voz me susurraba algo que me heló la sangre: no sabía cuántos cumpleaños más podría pasar con él.
Tomé la decisión de posponer mi viaje a Los Ángeles. No fue fácil. Mi pareja de aquel entonces no era una persona sencilla, y enfrentar su inevitable enojo me asustaba. Pero la certeza que sentí en mi intuición me dio la fuerza que necesitaba para confrontar su ira. Sabía, sin lugar a dudas, que debía escuchar esa voz interna.