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Por Heredera Romanov
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El ocaso caía sobre el castillo dorado, bañando las imponentes murallas en tonos de bronce y cobre. La capital del reino dormía bajo el silencio de la noche, mientras la brisa acariciaba las banderas en lo alto de las torres. En el comedor real, el rey solitario masticaba lentamente una enchilada de mole, saboreando cada bocado con una especie de nostalgia amarga. Frente a él, el enorme ventanal permitía divisar las luces titilantes de la ciudad que una vez lo adoraba.

Pero hoy, algo era distinto. La noche estaba cargada de una energía inquietante.

—“Ellos no entienden...”— murmuró el rey para sí mismo, cortando una nueva porción de enchilada. Su mente no podía descansar; un remolino de pensamientos lo atormentaba. Sus ministros lo habían advertido una y otra vez: el pueblo estaba descontento. Las leyes que había promulgado, las medidas que había tomado, todo había sido mal recibido. Pero, ¿era realmente su culpa? Él no lo creía. No... todo lo que estaba mal, venía de afuera. Su reinado había sido arrastrado al caos por fuerzas que escapaban de su control.

—Majestad, los rumores se extienden —había dicho su consejero de confianza esa misma tarde, con la mirada baja—. Los rebeldes en el norte han sido financiados por el reino vecino.

El rey había levantado una ceja, con una mezcla de incredulidad y furia contenida. "¿El reino vecino?" Claro. Esa era la fuente de todos sus males.

—¡El maldito reino de Alvoria! —exclamó, esta vez en voz alta, sin importarle que no había nadie a su alrededor para escucharlo—. Llevan años intentando desestabilizarme. No es mi pueblo quien se rebela. No, son ellos, infiltrando sus ideas, su veneno...

El rey se levantó de golpe, dejando caer la servilleta de seda al suelo. Caminó hacia el ventanal, su silueta reflejada en el cristal bajo la luz tenue de las lámparas de araña. Miró hacia el horizonte, hacia donde sabía que estaba el reino de Alvoria, invisible en la distancia, pero presente en cada pesadilla que lo acosaba.

—Todo empezó con ellos —dijo entre dientes, apoyando una mano temblorosa en el vidrio frío—. Nunca me dejaron en paz. Enviaron sus espías, financiaron a los traidores en mi propio Consejo, envenenaron la mente de mi pueblo con promesas vacías. Si no fuera por ellos...

Unos pasos suaves se escucharon tras él. Era su hija, la heredera al trono, una joven de mirada serena, pero que esta noche traía consigo una mezcla de preocupación y resentimiento.

—Padre —dijo con voz firme, aunque el temblor delataba sus nervios—. Debemos hablar. El Consejo está preocupado. Las últimas leyes que has aprobado...

—¿Preocupados? —interrumpió el rey, girándose bruscamente—. ¿Preocupados por qué? Todo lo que he hecho ha sido por este reino. Todo. Y lo único que recibo son quejas.

Su hija bajó la mirada, tratando de medir sus palabras. Sabía que el reinado de su padre llegaba a su fin, y que pronto le tocaría a ella lidiar con el desastre que se estaba gestando. Pero ¿cómo convencerlo de que sus acciones solo empeoraban las cosas?

—Has puesto a todos nuestros familiares en el poder —dijo en voz baja, como si cada palabra quemara en su boca—. No se puede gobernar así. La gente está empezando a ver esto como una tiranía.

—¿Y qué otra opción tenía? —respondió el rey con una sonrisa amarga—. ¿Dejar el Consejo en manos de traidores? ¡Alvoria ha infiltrado a tantos de mis propios hombres que ya no puedo confiar en nadie más! Ellos son los culpables, no yo. ¡No me obligaron a esto, me arrinconaron!

La joven heredera suspiró, sabiendo que discutir con él era inútil. Sabía que el reino vecino, Alvoria, había sido una espina constante en el costado de su padre. Durante años, habían competido por el poder, pero ahora parecía que esa rivalidad estaba destruyendo a su familia desde dentro.

—Padre, no puedes seguir gobernando así. El pueblo no lo soportará. Si continúas, no quedará nada del reino cuando me toque gobernar.

El rey la miró fijamente, con una mezcla de furia y desesperación en sus ojos.

—Tú no entiendes. Nunca lo has entendido. El reino se desmorona porque todos están en mi contra. Alvoria, los traidores, incluso esos malditos estudiantes que no saben nada de gobernar. Todos han conspirado para destruirme. Y si no hago algo ahora, si no cambio las leyes, si no aseguro que mi legado sea fuerte, todo esto caerá en la ruina.

Su hija dio un paso adelante, intentando apelar a la razón que alguna vez habitó en su padre.

—¿Y cambiar todas las leyes de un plumazo? ¿Afectar mi derecho al trono? ¿Eso es proteger el reino?

El rey la miró durante unos largos segundos. Un conflicto interno se desarrollaba en su mente. Por un lado, sabía que su hija tenía razón. Por otro, la idea de ceder el poder, de abdicar sin haber hecho algo verdaderamente trascendental, lo aterraba.

—Si abdico ahora —pensó—, será bajo la sombra de la derrota, debilitado ante mis enemigos. No, no puedo irme así.

Volvió a su asiento y tomó una copa de vino. Bebió un largo trago, antes de hablar con una voz llena de amargura.

—No es por ti, hija. Es por el reino. Si cambio las leyes ahora, aseguro que todo lo que he hecho no sea en vano. Y sí, te afectará, pero al menos será algo... algo importante. Algo que nadie podrá ignorar. Alvoria no podrá decir que me fui derrotado. No. Me quedo, aunque sea un poco más. Y cuando me vaya, habré dejado una marca que no podrán borrar.

Su hija lo miró con tristeza, sabiendo que cualquier intento de disuadirlo sería en vano.

—Padre, el reino ya está al borde del colapso... —dijo en un susurro, pero el rey ya no la escuchaba. En su mente, solo resonaba la idea de que al cambiar todas las leyes, al aferrarse al poder un poco más, al menos él sería recordado.


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