Por Graciela Rock
En la Ciudad de México, hace algunos días un grupo de personas salió a protestar contra la gentrificación. Con carteles en mano y consignas como “Gringo go home”, “En México se habla español” y “Fuera turistas”, la manifestación generó una ola de críticas que la tacharon de xenófoba. No faltaron los argumentos: que en México se hablan lenguas indígenas, que hay migrantes caribeños que no dominan el español, que el país históricamente ha sido tierra de acogida. Lo que estas respuestas omiten —o deliberadamente distorsionan— es que no se trata de identidades, sino de relaciones de poder. No se critica al extranjero como sujeto, sino al lugar de privilegio desde el cual ciertas personas y capitales aterrizan, habitan y desplazan.
Lo que se vivió en la capital mexicana no es un fenómeno aislado. La turistificación, gentrificación y expulsión de comunidades populares ha sido denunciada desde hace años en ciudades como Barcelona, Lisboa o Berlín. En algunos casos, las resistencias han logrado articular demandas políticas concretas; en otros, como en México, aún son retratadas como rabietas locales sin fundamento, o peor, como expresiones de odio que merecen censura. Conviene detenerse a pensar en las razones de fondo.
¿Comparar no siempre aclara?
Como señala Patricia Hill Collins en su teoría de los ejes de desigualdad, las categorías sociales (raza, clase, nacionalidad, género) no operan de forma aislada, sino dentro de matrices de dominación. Es decir: ser extranjero no significa lo mismo si se llega desde Haití o desde San Francisco. No es la extranjería lo que genera despojo, sino su intersección con el poder económico, racial y geopolítico.
El turista blanco, angloparlante, con pasaporte estadounidense o europeo, no llega a México en busca de refugio, ni con miedo a ser deportado, ni enfrentando barreras lingüísticas u hostilidad institucional. Llega con dólares, con privilegios de movilidad y con plataformas que lo invitan a instalarse en barrios que antes fueron populares. A menudo, su presencia dispara precios de renta, transforma la oferta de servicios y exige que se le hable en su idioma, sin necesidad de ajustar su interacción con el nuevo entorno.
Es aquí donde la comparación con migrantes caribeños o centroamericanos se vuelve engañosa. Quienes llegan al país huyendo de la violencia, la pobreza o la persecución, no encarecen la vivienda ni abren cafeterías de especialidad. De hecho, al contrario, muchas apenas sobreviven, sufriendo discriminación estructural, racialización, persecución y precariedad. Equiparar su experiencia con la del nómada digital que paga 30 mil pesos por un cuarto en la Juárez no solo es ofensivo: es una forma de blanquear el sistema de despojo urbano.
Defensa del territorio no es odio
Las protestas contra la gentrificación no son nuevas. Lo preocupante es cómo se les intenta invalidar mediante el discurso del cosmopolitismo neoliberal: “¿Cómo vas a quejarte del turismo si vivimos de él?”, “¿Y los mexicanos que migran a Estados Unidos?”. Pero lo que se defiende aquí no es la exclusión, sino el derecho a permanecer.
Los barrios no son solo coordenadas inmobiliarias. Son tejidos comunitarios, redes de cuidados, lenguajes cotidianos y memorias urbanas. Cuando el turismo masivo y el capital extranjero los transforma en zonas de paso, en postales de consumo, en escenarios para influencers, lo que se erosiona no es solo el precio del alquiler: es el derecho a habitar. Como lo ejemplifican los movimientos vecinales de Barcelona, la lucha no es contra el turista en sí, sino contra el modelo de ciudad que lo privilegia por encima de quienes la viven todo el año.
En México, esta discusión aún está en pañales. Las políticas públicas brillan por su ausencia. No hay regulaciones claras para plataformas como Airbnb, ni para limitar la especulación inmobiliaria, ni para proteger a inquilinos. Y mientras tanto también las élites nacionales participan del fenómeno: invierten, rentan, lucran. La gentrificación no es solo extranjera; también es local, clasista y profundamente racista.
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