Por Graciela Rock
En las últimas semanas hemos visto cómo el mundo sigue avanzando hacia las profundidades de un sistema de capitalismo racial sostenido en discursos de miedo, de odio y de crueldad.
Hay muchos motivos para sentirnos abrumadas y desanimadas, pareciera que nos quedan pocos espacios donde quepa la esperanza, la ternura o la colectividad; y no es casualidad, pues las redes de comunidad necesarias para que existan esos espacios son destruidas por los mismos mecanismos que allanan el camino al poder de personas como Trump, o Milei o Meloni -la construcción de otro(s) a los cuales odiar y temer, el impulso de la post verdad, la desmovilización de las resistencias a través del agotamiento y la pobreza.
A pesar de este panorama, o quizá por este panorama, es que surge con fuerza la necesidad de resistirnos al pantano de la desesperanza del que se nutren estos mecanismos, no ignorándolos sino enfrentándose a ellos con firmeza, con esas herramientas que nos quieren arrebatar: la rabia, la ternura, el sostenimiento colectivo, la empatía.
Si entendemos cómo el modelo capitalista mundial empobrece, enferma y desplaza tantos cuerpos como sea “necesario” para continuar la explotación y producción desbocada, y que de la misma manera, nos puede tragar y escupir a nosotras -como dijo Sayak Valencia, todos podemos devenir migrantes-; entonces reconocemos nuestro futuro en las fronteras violentas, en los incendios, en los huracanes devastadores, en las inundaciones históricas; reconocemos nuestros cuerpos en cada derecho arrebatado.
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