Por Fredel Romano
El corazón tiene su propio lenguaje. No habla con palabras estructuradas ni responde a cuestionarios mentales. No se rige por relojes ni le interesa la inmediatez. Su sabiduría es caótica y sútil. La mente, en cambio, es veloz, práctica. Quiere definir, clasificar, entender. Cuando algo ocurre, quiere saber de inmediato qué significa, qué hacer con ello, cómo evitar el dolor o garantizar el placer. Y entonces busca respuestas rápidas, directas y precisas. Pero el corazón rara vez responde a ese ritmo. Necesita tiempo para asimilar lo vivido. Tiempo para integrar. Y en ese silencio interno, donde parece que no hay respuestas, en realidad se están gestando verdades profundas.
El corazón no se impone. Habla bajito, con susurros, suspiros, gestos y con esas lágrimas o risas que brotan de pronto, sin dar aviso.
Habla como la tierra cuando se agrieta, como el agua cuando se estanca, como el viento cuando cambia de dirección. Y es por eso que, su voz no siempre llega a ser escuchada. No porque no esté hablando, sino porque aprendimos a negarla. Desde pequeños nos enseñaron que había sentimientos “correctos” y otros “equivocados”. Nos dijeron lo que debíamos sentir. Lo que se espera. Lo que es mejor visto. Lo que encaja. Y comenzamos a construir capas sobre la voz del corazón. Capas de “deber ser”. Capas de expectativas internas. Capas de miedo a no pertenecer. Capas de vergüenza por lo que realmente sentimos. Capas de obediencia inconsciente a las reglas sociales.
Y así, sin darnos cuenta, cada vez que el corazón intentaba hablar, respondíamos con un “no” inmediato: “No puedes sentir eso.” “No deberías querer eso.” “No está bien que eso te duela.” “No es para tanto.” “No es lo que se espera de ti.” “No conviene.” “No es lógico.” “No es el momento.” Y cada uno de esos “no” se fue convirtiendo en una barrera. Una armadura. Un muro invisible. Una negación automática que se activa antes siquiera de que podamos escuchar la verdad que el corazón está intentando decirnos. Con el tiempo, este rechazo se vuelve tan automático, tan rápido, que ya no sabemos si lo que creemos sentir es auténtico, o una versión censurada que apareció sin siquiera darnos cuenta. Una versión que no nos permite escuchar el sentir genuino de nuestro corazón.
Y así es como creemos sentir algo que realmente no sentimos. Y la práctica de escuchar al corazón se puede volver un arte perdido.
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