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Por Fredel Romano Cojab

La sensibilidad emocional ha sido injustamente malentendida durante siglos. En la conversación cotidiana, a menudo se confunde con inmadurez, fragilidad o una supuesta incapacidad para manejar las emociones. La imagen de una persona sensible suele evocar, en el imaginario colectivo, a alguien que “se enoja por todo” o que “llora demasiado”, un ser que no ha aprendido a controlar sus sentimientos y que, por tanto, se considera débil. Sin embargo, esta percepción está profundamente alejada de lo que realmente significa ser emocionalmente sensible.

La sensibilidad emocional no es, como algunos creen, una señal de desequilibrio o falta de fortaleza. Es, más bien, una capacidad ampliada para percibir los estímulos, tanto del mundo exterior como del interior. Es la experiencia de estar abierto a la intensidad de la vida, como si se viviera con los sentidos y el corazón expuestos a todo lo que acontece. Aquello que para otros podría ser un simple cambio en el clima, un leve ruido de fondo o una interacción social más, para una persona sensible puede resultar abrumador. No porque carezca de control sobre sus emociones, sino porque percibe con una profundidad y una intensidad que los demás no alcanzan a imaginar.

Hablamos, entonces, de un tipo de sensibilidad que no tiene nada que ver con la debilidad. Las personas sensibles no son necesariamente más vulnerables; simplemente son más receptivas. Cada sonido, cada mirada, cada palabra parece llegar a ellas con un peso específico, como si el mundo se desplegará en alta definición. Esto puede ser tanto una bendición como una carga. Por un lado, una persona sensible puede empatizar profundamente con los demás, captar matices sutiles en una conversación o emocionarse con la belleza de una obra de arte. Por otro, puede sentirse fácilmente desbordada en situaciones cotidianas que otros navegan con ligereza.

La sensibilidad emocional también implica una conexión más intensa con el mundo interno. Para estas personas, el nerviosismo antes de hablar en público, la expectativa de cumplir un objetivo o el recuerdo de una experiencia difícil no son simples emociones pasajeras: son oleadas que atraviesan todo su ser. Se sienten profundamente y, a menudo, esto les lleva a un constante diálogo consigo mismas para procesar lo que viven. Este nivel de intensidad puede ser agotador, pero también enriquecedor. Es el precio de vivir con una conciencia amplificada de las emociones propias y ajenas.

Es importante destacar que la sensibilidad emocional no está reñida con la inteligencia emocional. De hecho, cuando una persona sensible se compromete con su desarrollo personal, suele convertirse en alguien altamente madura en términos emocionales. Aprender a navegar la intensidad que experimenta le exige desarrollar herramientas de autoconocimiento, gestión emocional y autocompasión. Por eso, las personas sensibles que trabajan en sí mismas pueden ser modelos de inteligencia emocional. No se trata de reprimir o negar sus emociones, sino de aprender a coexistir con ellas y a utilizarlas como brújula en su vida.

La sensibilidad, para mí,  lejos de ser una desventaja, es un recurso poderoso cuando se comprende y se cultiva. Las personas sensibles son increíblemente empáticas. Pueden conectar con los demás de una manera única porque son capaces de ponerse en el lugar del otro con una facilidad extraordinaria. Esta cualidad las convierte en grandes amigas, líderes compasivas y creadores de vínculos profundos. También suelen destacar en ámbitos creativos. Su capacidad para sentir intensamente y para observar los matices del mundo les da una ventaja en disciplinas como la música, la literatura, el arte y la resolución de problemas complejos.

Sin embargo, ser sensible también implica ciertos riesgos. La sobreexposición a estímulos externos o internos puede llevar a la saturación, al cansancio emocional e incluso a la ansiedad. Por ello, una persona sensible debe aprender a protegerse. Esto no significa que deba volverse insensible, sino que necesita establecer límites saludables y encontrar espacios para recargarse. La sensibilidad no puede florecer si está constantemente bajo ataque.

Es fundamental, entonces, cambiar nuestra forma de ver la sensibilidad emocional. No es una debilidad ni una incapacidad, sino una característica que, como cualquier otra, tiene su luz y su sombra. Hay personas sensibles que aún no han aprendido a manejar su intensidad emocional, pero esto no significa que su sensibilidad sea sinónimo de inmadurez. Del mismo modo, hay personas insensibles que carecen de inteligencia emocional y madurez. Ambas cosas son independientes. La sensibilidad no mide la fortaleza de una persona, sino su capacidad para experimentar la vida con mayor profundidad.

En un mundo que a menudo valora la dureza, la resistencia y la capacidad de “no sentir demasiado”, ser sensible puede parecer un acto de rebeldía. Pero quizás, en lugar de considerar la sensibilidad como un defecto, deberíamos aprender a valorarla como una cualidad esencial. En ella reside la capacidad de conectar con los demás, de crear, de comprender y de transformar el dolor en belleza.

La verdadera sensibilidad emocional no es una debilidad, sino un tesoro incomprendido. Es un recordatorio de que, en un mundo que corre demasiado rápido, hay quienes se detienen a sentir. Y en ese detenerse, en esa conexión profunda con la vida, se encuentra una sabiduría que vale la pena reconocer y preservar. ¿Seguimos la conversación? escribeme a hola@noumi.mx

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