Por Diana Murrieta*
Conocí a la familia de María por amistades en común. Me contaron una historia de terror digna de un país como el nuestro: un juicio en contra de su hija por el delito de odio más grave que puede ocurrirle a cualquier mujer, y por ende, a todas: el feminicidio.
Fui escéptica. Mi papel siempre ha estado del lado de las víctimas, aunque no soy ajena a lo que sucede en los sistemas de justicia —y en específico, los centros penitenciarios— de nuestro país. Pedí que me dejaran informarme, que me permitieran ver la carpeta de investigación. No buscaba atajos ni defensas emocionales. Quería, como siempre, sustento.
Pedí una cosa: la carpeta completa, sin una sola foja menos. Porque entiendo que en un país con una tasa brutal de feminicidios, desigualdad estructural y violencia sistémica contra las mujeres, no sería incongruente pensar que una mujer pudiera haberlo cometido. No se trata de negar posibilidades por identidad o género. Se trata de revisar los hechos con rigor, no con prejuicio.
Después de revisar la totalidad de la carpeta puedo decir con claridad: no hay elementos para sostener esta acusación. No hay testimonios que señalen directamente a María. Los testigos que estuvieron ahí no declararon en su contra, al contrario. Y los peritajes apuntan a otras hipótesis —que por respeto a la víctima y a las víctimas indirectas, no detallaré— pero que claramente no refieren un feminicidio cometido por María.
Entonces, ¿por qué estuvo presa?
Porque lo que impera no es la justicia, sino el estigma. María es mujer, joven, estudiante de medicina, y forma parte de la comunidad LGBT+. Su identidad es usada en su contra. Se construyó una narrativa pasional sin fundamento probatorio.
En lugar de analizar las pruebas, se armó una historia que encajara en el prejuicio colectivo: dos mujeres, una relación, un conflicto… un desenlace lamentable.
Y entonces, la única “prueba” contundente resulta ser un par de dictámenes periciales dogmáticos, carentes de rigor científico, que 14 meses después del suceso pretende justificar una hipótesis emocional, no jurídica. Una historia de “pasiones” que sustituye a los hechos. Porque cuando no hay pruebas, se recurre a estigmas. Y si esos estigmas se ajustan al imaginario social sobre la violencia entre mujeres, peor aún.
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