Por Daniella Blejer
En las últimas décadas hay un interés por la identidad y el comportamiento del autor de la obra artística, literaria, cinematográfica que en ocasiones supera al de la obra en sí. Este giro ha cambiado la forma en que leemos y apreciamos el arte, así como nuestras ideas en torno a la ética, la estética y la libertad creativa.
En revistas especializadas, suplementos culturales e investigaciones académicas encontramos denuncias sobre el comportamiento de autores donde también se analiza la presencia de actos poco éticos dentro de las obras. Entre otros ejemplos, la escritora y redactora de The New Yorker, Rachel Aviv, dedicó un artículo largo –titulado “Alice Munro’s Passive Voice” (diciembre, 2024)– a la ganadora del Nobel, en el que compara algunos elementos biográficos con su obra literaria. Aviv se centra en el abuso sexual que la hija menor sufrió a los nueve años a manos de la pareja de Munro. Según los testimonios de la víctima, la madre sospechaba que algo sucedía, pero nunca confrontó a la pareja ni le preguntó a la niña si pasaba algo. Décadas después, cuando al fin la hija se animó a revelar lo sucedido, Munro decidió quedarse al lado del pederasta.
Para comprobar el crimen dentro de la obra, Aviv descubre tres historias escritas por Munro antes de la declaración de la hija con escenas que involucran a niñas que, a la manera de Lolita, seducen a hombres mayores. El cuento “Vandals”, creado tras la revelación del agravio, narra una situación en la que el personaje materno tiene conocimiento de lo que la pareja hace a sus hijos, pero decide hacer una negociación para no recordarlo. Convertir el abuso sexual de una hija en arte tendría que ser estéticamente castigado, afirma Aviv, pero tras ello las historias de Munro mejoraron y obtuvieron mayor notoriedad.
Meses después de la muerte de la autora la verdad sobre el abuso salió a la luz en The Toronto Star. Las librerías en Canadá aún no retiran los libros de Munro, sin embargo han eliminado su retrato de los carteles promocionales y donan el dinero de las ventas a asociaciones que luchan contra la pederastia. Existe otro caso en el que las represalias fueron mayores. En 2020 la editorial Gallimard interrumpió la producción y la comercialización de las obras del reconocido autor Gabriel Matzneff tras la publicación de Le Consentement de Vanessa Springora en el que la autora relata la relación sexual que mantuvo con el escritor cuando tenía 14 años.
Tras leer estos argumentos, muchos lectores se indignaron y decidieron no abrir más los libros de Munro, mucho menos los de Matzneff. Sin embargo, antes de sepultar estas obras que bien podrían compartir tumba junto a las de Woody Allen, Pablo Picasso, Egon Schiele, Roman Polansky, Juan José Arreola o el Marqués de Sade, me parece importante releer “La muerte del autor” de Roland Barthes, escrito en 1967. En este ensayo Barthes plantea que la escritura es “la destrucción de toda voz, de todo origen en donde se pierde la identidad del cuerpo que escribe” porque lo escrito reúne ideas, conceptos y formas provenientes de otras escrituras y culturas que han dejado de pertenecer al autor: son patrimonio de la humanidad. El autor, perecedero, debe de morir para que nazca el lector, atemporal, que es quien le dará sentido a la obra cada vez que la lea. “Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura”, dice Barthes.
Quizás el giro ético sea una forma de compensar el vacío que las instituciones que solían resguardar el orden y la justicia –la Iglesia y el Estado– no han podido llenar. Mientras que en el actual sistema del arte el autor puede ser considerado un criminal, la obra, la prueba del crimen y el crítico, el investigador policial, fuera del arte un hombre convicto de acoso sexual puede ser presidente o cura. La exigencia al arte responde a la carencia de un código ético en la vida pública y a la necesidad de construir mejores individuos y sociedades. Queremos que los artistas y sus obras sean éticos, aunque el arte necesite libertad para confrontarnos con todo tipo de problemas.
La pregunta no es si se puede o no deslindar la obra de arte del autor, es si queremos o no hacerlo. De optar por la condena, muchos autores y sus obras no saldrían bien parados. ¿Resulta justo emplear este parámetro hacia atrás?
Hace unos años participé en un congreso dedicado a la revisión de la obra de Roberto Bolaño en el que una de las ponentes se propuso comprobar la misoginia del autor y la presencia de dicho rasgo en la narración de los crímenes a mujeres en 2666. Una de las pruebas se basaba en un texto en el que Bolaño tachaba de “escribidoras” a Isabel Allende y a Ángeles Mastretta. La investigadora omitió decir que en ese mismo texto el autor, que ya no vive para defenderse, también hacía un elogio a la escritura de Silvina Ocampo.
Pese a los sesgos y los peligros que la sobrecompensación presenta, el público, la crítica, el mercado y las instituciones que administran el arte y la cultura privilegian a la ética como parámetro del arte versus el de la trasgresión. ¿Los creadores tendrán que considerar este cambio de criterio como en algún momento lo hicieran sus antecesores ante lo bello y lo monstruoso, lo original y lo plagiado, lo figurativo y lo conceptual? Al final de cuentas, arte es todo lo que decidamos llamar arte.
*Daniella Blejer es doctora en letras por la UNAM, profesora, escritora y crítica cultural.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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