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Por Daniela Clavijo

Un poco por las idas y venidas de la vida, y en parte porque supongo que así estaba destinado para mí, cuando decidí tener un hijo a los 40 años, la vida me brindó una oportunidad casi poética, porque no tuve uno, sino dos. 

Así, de un jalón, llegaron a mi vida un niño y una niña para aprender en carne propia y sin la posibilidad de titubear, lo mismo que recibió mi madre cuando llegué al mundo junto a mi hermana gemela: la posibilidad de maternar por partida doble al mismo tiempo.

Solo que yo crecí en los años ochenta, cuando muchas cosas eran blanco y negro, bajo la etiqueta de ser la mitad de un dúo inseparable: “las gemelas”, decían todos, como si fuéramos una sola persona. 

Vestidas y peinadas igual, y hasta imagino que respondíamos por el nombre de la otra. Nuestra identidad gemelar era casi más fuerte que nuestra individualidad. Si bien había ternura en esa fusión, reconozco que también una pérdida sutil del espacio propio.

Ahora soy madre de cuates y aunque parezca una repetición del destino, no lo es. Esta vez, yo soy la brújula. 

Criar cuates en estos tiempos es, por un lado, una delicia moderna porque si no quieres, ya no hay que elegir entre rosa o azul, muñecas o carritos. Hay una conciencia —todavía en construcción— de que cada niño y cada niña merece un camino libre de expectativas limitantes. Pero por otro lado, el mundo sigue estando lleno de cajas: la caja del “niño valiente”, la caja de la “niña dulce”, la caja del “te toca cuidar a tu hermana” o del “ella es más madura”.

A veces, sin querer, me descubro repitiendo viejos patrones. 

Quiero vestirlos combinados ¡porque es tan tentador! y me dan ganas de celebrar más la ternura de ella y la energía de él, como si no pudieran intercambiarse esos roles. Entonces me detengo, me escucho y recuerdo que no quiero que sientan que son la mitad de nada. Quiero que se sientan acompañados, sí. Pero también enteros, únicos.

Ser madre de cuates, siendo gemela, es un acto de justicia íntima. No porque mi madre no lo haya hecho bien —al contrario, es extraordinaria—, sino porque hoy yo puedo hacerlo distinto. Evitar imponer simetrías forzadas, duplicar lo que no debe ser duplicado, acompañarlos para ser ellos con sus diferencias, sus coincidencias y su complicidad maravillosa. Pero, sobre todo, con la libertad que yo a veces eché de menos cuando me mandaban de chaperona al cine o la que ella anhelaba cuando tenía que esperar afuera de la casa a que yo llegara para entrar juntas, porque así se supone que debíamos estar siempre.

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