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Por Cynthia Dávalos

Cuando en marzo pasado se incautaron 10 millones de litros de diésel robado en Altamira, Tamaulipas, parecía un hecho aislado. Hoy sabemos que no lo era. De acuerdo con la FGR y medios como El País y El Imparcial, México ha decomisado más de 25.3 millones de litros de hidrocarburos robados en lo que va de 2025. Y eso es solo lo detectado.

El hallazgo más reciente, de 880 mil litros en una bodega de Cunduacán, Tabasco, confirma que el huachicol no desapareció: mutó. Lo que antes era una toma clandestina, hoy es una economía paralela con transporte legal, facturación falsa y protección institucional.

Tabasco concentra tres decomisos clave: 1.5 millones de litros en Comalcalco, 3.1 millones en Cárdenas y casi 900 mil en Cunduacán. Pero no es el único foco. En Baja California se incautaron 7.9 millones de litros; en Nuevo León, 1.2 millones; en Veracruz, 500 mil. Y en Hidalgo, con más de 600 tomas detectadas este año, se aseguraron 183 mil litros en Atotonilco de Tula.

Muchos decomisos no se hacen públicos y otras rutas siguen invisibles. Pero lo que se ve confirma que el robo de hidrocarburos es una amenaza estructural.

No nació en este sexenio. Tiene al menos dos décadas de evolución: de las tomas rurales al crimen corporativo. Lo que ha cambiado no es su existencia, sino su escala, precisión e impunidad.

En los años 90, el huachicol era un fenómeno local en comunidades cercanas a los ductos de Pemex. En el Triángulo Rojo, grupos perforaban ductos para vender gasolina en mercados locales.

Con el tiempo, lo que empezó como una práctica oportunista se transformó en industria criminal. La liberalización energética en 2013, la falta de vigilancia y la corrupción aduanera permitieron que creciera sin freno. Para 2018, Pemex estimaba pérdidas anuales de hasta 65 mil millones de pesos.

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