Por Cynthia Dávalos
Donald Trump ha firmado un veto migratorio que cierra la puerta a ciudadanos de 12 países —como Afganistán, Irán, Somalia o Yemen— y restringe a siete más, entre ellos, Cuba y Venezuela. La Casa Blanca lo presenta como una medida de seguridad nacional, pero el patrón es claro: mayoría musulmana, economías frágiles, gobiernos en crisis.
La medida entra en vigor el 9 de junio y afectará a millones de personas. Pero a estas alturas ya sabemos leer entre líneas. Esta no es una política para proteger al país; es una señal de campaña. Es Trump hablándole a su base más dura, prometiendo que con él en la Casa Blanca, las fronteras volverán a cerrarse “a los malos”. ¿Quiénes son los malos? Personas con el pasaporte equivocado, con sueños que chocan contra un muro de sospecha.
El gobierno aclaró que habrá excepciones: los residentes legales permanentes, los ciudadanos con doble nacionalidad y algunos deportistas que participen en eventos internacionales podrán ingresar.
Pero eso no cambia el fondo.
Y otro dato que importa: el ataque reciente en Boulder, Colorado, fue usado como justificación del veto… pero el atacante era egipcio, y Egipto no figura en la lista de países vetados. Si el argumento fuera estrictamente de seguridad, ¿por qué no aparece Egipto? Porque esto no es prevención: es selección política.
Este veto revive fantasmas del pasado. No solo el “Muslim Ban” de 2017, sino una forma de gobernar basada en la exclusión, el miedo y la sospecha. Y lo más peligroso no es que se repita. Es que cada vez que lo hace, gana más normalidad.
El impacto es devastador. Estudiantes sirios que no llegarán a sus universidades, familias venezolanas separadas, profesionales que ven sus vidas pausadas por una firma. En 2017, el veto original dejó a más de 700,000 personas varadas en el limbo migratorio (American Immigration Council, 2018). Hoy, la cifra podría ser mayor. Pero no es solo personal: este veto fractura algo colectivo. La idea de que los derechos pesan más que las etiquetas se desvanece.
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