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Por Consuelo Sáizar de la Fuente
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Tengo 63 años y hoy murió mi madre. 

Soy huérfana. 

Con mi madre compartí el nombre por una historia previa a nuestro nacimiento: la de la muerte de dos de nuestros hermanos mayores. Las de ella, Aurelia y Esthela, cuyas vidas fueron interrumpidas por un alacrán venenoso y una infección estomacal. Los míos, María Lolina y Luis Antonio, consumidos por el calor que distingue a mi Acaponeta amado, murieron a los pocos días de nacer.  Su padre la tomó en sus brazos, la alzó y dijo: "Esta niña será mi Consuelo, y llevará ese nombre". Veintitrés años después, mi madre repitió ese rito, y me llamó también Consuelo. En nuestro nombre estaba el destino.

Mi madre quedó huérfana de padre a los cuatro años, y de madre a los 39. Yo le dí la noticia de la muerte de la abuela, y aún recuerdo su llanto. A cambio, tuve la fortuna de conversar con mi padre hasta mis 49 años, y con mi madre, hasta sus 86.

Mi madre siempre lamentó no haber podido educarme como ella hubiera querido, porque a los 14 años salí de su casa para poder continuar con mis estudios. Tuve una prolongación de su cariño en mi tía Raquel Sáizar, que era también una aliada suya en mi formación. 

Su comprensión ante mi elección de vida me dio la posibilidad inmensa de ser feliz: "Vive todo aquello que elijas, y que te haga feliz, y si puedes -me dijo- elige a alguien que también quiera a tu familia". Julia (mi esposa) quiso mucho a mis padres,  a mis hermanos, y a mis sobrinos. Es decir, cumplí con lo que me pidió agradeciendo su aceptación.

Mi madre fue mi sol y mi sombra, mi fuerza y mi refugio, el grito y el silencio, la caricia y la contención. En los tiempos de luz, siempre me hizo saber de su orgullo; en los tiempos nublados, me fortaleció con su confianza. Todos los días conté con sus oraciones.

Y ella, seguro hizo muy buenas cosas en la vida, muchas más de las que puedo imaginar porque la vida le cumplió tres de sus grandes deseos: no volver a ver morir a un hijo, cerrar los ojos de mi padre, y tener una muerte dulce.

Hace unos días estuvo en su Compostela natal, nadó en la alberca pública del pueblo, estuvo con su prima amadísima, y con su cuñada y sus sobrinos. Luego, estuvo un par de semanas en Tepic, con mi hermana y su bisnieto. Tal vez en una ronda de despedidas.

Hace dos meses nos vimos todos en Monterrey. Nos abrazamos largo y nos despedimos como siempre: con la promesa de volver a vernos pronto. La vimos fuerte, entusiasta, serena y feliz.

-No te mueras nunca, mami, porque te voy a extrañar mucho, le dije.

-No te preocupes, me respondió, no está en mis planes morirme pronto.

Un infarto fulminante mientras dormía le impidió llegar al alba, y cumplir su última promesa. Una muerte dulce, como la deseaba.

Esta tarde, descansará junto a mi padre, mis hermanos y sus suegros, a los que tanto amó, en la tumba familiar, que ella diseñó con tanto cariño y acierto, y a donde acudía a rezar por sus muertos. Y por sus vivos -nos decía.

No es el fin. Es otro comienzo, silencioso e íntimo, donde lo visible se torna invisible, y lo amado sigue estando aunque cambie su forma, aunque cambie su luz, leí en algún lado.

Estoy en Madrid y no podré acompañarla en su entierro; el calor —aquel que impidió vivir a mis hermanos, consumidos por las altas temperaturas— no ayuda a que Laura y yo alcancemos a llegar antes de que se descomponga su cuerpo. 

Mi hermano nos pide permiso para sepultarla con nuestra compañía a la distancia, y así, desde la distancia cercana que es la del corazón, le digo adiós.

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@CSaizar

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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