Por Claudia Pérez Atamoros
En México no tenemos problemas: tenemos pedos. Y tenemos pedos sin comer frijoles, porque no hablamos de flatulencias como tales sino del uso que le damos en nuestro país a uno de sus sinónimos: pedo, homógrafa y polisémica.
Porque aquí todo, absolutamente TODO, se puede explicar con ella. El “pedo” es el ducto por donde se escapa el alma nacional: con presión, con pena o con risa. Es la unidad básica de la existencia mexicana. El verbo ser y el verbo estar se conjugan, en la vida real, con pedos. También caben los verbos echar y hacer…
Y lo peor (o lo mejor) es que cada uno tiene su pedo, y no hay Imodium lingüístico que lo contenga o neutralice. Ni siquiera la educación.
Empezamos con "¿qué pedo?”, qué es saludo, sospecha y escaneo emocional al mismo tiempo. Le sigue el “no hay pedo”, que da paz espiritual; y el “ya ni pedo”, que otorga resignación absoluta. Después están los “traigo un pedo” (emocional), “ando bien pedo” (borrachote), y el legendario “me vale madre tu pedo”, que cierra cualquier discusión sin usar violencia.
Pero la cosa no para ahí, como solía decir Raúl Velasco, “aún hay más”.
Hay gente que arma un pedote por una estupidez. Y están los que echan el pedo y se van: no dan la cara, pero sí dejan el desmadre. También existen los huelepedos, esos aduladores profesionales que viven pegados al poder y se alimentan del gas ajeno. Por otro lado, los pedorros de alma: hacen ruido por todo, se inflan de importancia y luego se desinflan como globo olvidado en fiesta infantil. La hacen de pedo, aquí, allá y acullá.
Y no olvidemos al que se pedorrea sin avisar: literal o figuradamente, siempre deja el hedor de su presencia. Y nunca es agradable.
O el que se pedorrea en sentido figurado y hace el ridículo en juntas, en fiestas, en redes: dice cosas que nadie le pidió, opina sin saber, y se vuelve viral por las razones equivocadas.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...